Relato: Mi Educaci�n (1)



Relato: Mi Educaci�n (1)

Desde peque�a siempre sent� el dolor y la sumisi�n como
necesidades en mi vida. Provengo de una familia cat�lica r�gida. Los mejores
recuerdos de mi infancia nacieron siempre en la iglesia, y all� mor�an tambi�n.
�bamos a misa rigurosamente todos los s�bados y domingos por la ma�ana y los
domingos por la tarde. El resto de la semana solo iba quien necesitaba escuchar
la palabra del Se�or. Mi padre y mi madre eran muy estrictos y supieron
inculcarnos bien los valores del catolicismo. Tuvieron 6 hijos, yo fui la
tercera mujer de cuatro, seguidas por dos varones, los varones de la casa. As�
como en las �pocas de Nuestro Se�or, se nos ense�� a servir a los hombres, y
todas lo hac�amos sumisamente. En m�, m�s que en ninguna de mis hermanas, qued�
grabada en mi mente la noci�n tan precisa, antigua, y a la vez imperturbable de
que el prop�sito de la mujer en la tierra es el estar al servicio del hombre. De
Dios, nuestros padres y hermanos en los primeros a�os, de Dios y nuestros
esposos en edad madura.


La educaci�n tanto religiosa como la formal la recib�amos en
casa de mano de nuestra madre, qui�n fue siempre a su vez nuestra maestra. Pocas
veces sal�amos de la casa si no era para ir a misa. Mis padres estaban
convencidos que el mundo hab�a cambiado mucho y los buenos valores ya no eran
respetados ni por los mejores colegios. Ellos, que ten�an el esp�ritu m�s fuerte
y menos influenciable que nosotros, sin embargo, sal�an a una que otra reuni�n,
y mi padre sal�a todas las ma�anas a sus oficinas para administrar sus campos.
Porque �l trabajaba la tierra, como todo bueno hombre en la Biblia hizo.


Mi primer mejor recuerdo es de las misas. Nuestra iglesia,
como era de esperar, era una de las m�s antiguas de la ciudad. Las misas eran
largas, los sermones m�s largos a�n. Amaba sobre todo cuando reverenci�bamos al
Se�or y nos arrodill�bamos ante �l. Cuanto m�s durara la reverencia, mejor
demostr�bamos cuanto lo am�bamos. El dolor en las rodillas al finalizar la misa
era la mejor parte. Era como una medalla de honor recibida por hacer algo
realmente bueno. El dolor fue siempre el mejor castigo y la mejor penitencia.
Pod�a ser auto inflingido; por ejemplo, en las misas, o con castigos que mis
hermanos y yo escog�amos cada vez que sab�amos que hab�amos obrado mal. Adem�s
nos deleit�bamos con el orgullo que brotaba de los rostros de nuestros padres
ante �stos actos de auto castigo. En general consist�an en rosarios de oraci�n
de rodillas desnudas sobre el piso de madera, algunas veces en ayunos, otras,
las menos, en latigazos que nosotros mismos nos d�bamos, siempre mal dados y sin
dolor real.


El otro tipo de dolor era el inflingido por nuestros padres,
siempre sabios. En general eran nalgadas seguidas de rosarios en rodillas
desnudas. Amaba que mis padres me castigaran. Sab�a que cada gramo de dolor era
un pelda�o m�s que me acercaba al Se�or. Yo era la m�s castigada. Hac�a
comentarios adrede o desobedec�a solo para recibir su amor.


A la edad de 8 a�os aproximadamente empezaron estos castigos.
Mis padres disfrutaban castig�ndome porque siempre se asomaba en m� una sombra
de deleite y �xtasis ante el dolor que solo pod�a indicar cu�n bien hab�a sido
recibido el castigo y la ense�anza que conllevaba. Pero como segu�a
reincidiendo, los castigos aumentaron en vigor y pronto en otras cosas tambi�n.
Primero mi padre me citaba a su estudio, donde �l estaba sentado en su poltrona,
mi madre parada a su lado. Yo iba con la mirada baja hasta estar frente a �l,
confesaba mi pecado y el me indicaba que me acomodara boca abajo sobre su falda.
Me propinaba nalgadas con su mano, primero 5 en cada nalga, hasta llegar a veces
en que contaba 50, seg�n mi pecado cometido. Despu�s deb�a permanecer de
rodillas en un rinc�n y rezar un rosario. Mis padres no cre�an mucho en la
iglesia moderna ya que hab�a dejado de dar castigos corporales, que eran los m�s
efectivos. Nos dejaban que nos confesemos con el cura, pero siempre la
obligaci�n era hacerlo con nuestro padre. Recuerdo el fuego, la picaz�n, el
hormigueo y dolor de mis nalgas y rodillas como los momentos m�s felices de mi
infancia.


Para cuando ten�a 12 a�os, los castigos conmigo hab�an
cambiado much�simo. Las nalgadas empezaron a ser sin pollera ni ropa interior
que me protegiera. Se empezaron a hacer entre familia, esto es, citaban a todos
mis hermanos para que fueran testigos de mi reprimenda y as� sumarle la
humillaci�n. Esto, aunque no lo soportaba, solo mejoraba las cosas para m�. Mi
verg�enza era inmensa, no pod�a mirar a nadie a la cara, y me sent�a
infinitamente inferior, pero este sentimiento, a su vez, me embriagaba. Despu�s
no solo pasaron a ser rodillas desnudas sino el trasero, para que toda la
familia fuera testigo del rojo en mis nalgas durante las dos horas que
permanec�a de rodillas en un rinc�n rezando. Hab�a d�as en que no me permit�an
llevar calzado, como gesto de humildad que tanta falta me hac�a. Otros d�as
llevaba colgado un cartel que cubr�a mi pecho y mi espalda en el que se le�an
palabras como "pecadora", "hereje" o "fulana". Ser llamada fulana era la peor
humillaci�n, ya que daba a entender que era como cualquiera, ya no un miembro de
la familia. Otras veces, por mi falta de civilizaci�n, no se me permit�a comer
en la mesa, sino que me dejaban un plato en el suelo, a los pies de mi padre,
para que me sintiera como un perro, un animal.


Si bien nunca deje de comportarme mal, mi conducta luego de
cada castigo era tan ejemplar que mis padres nunca perdieron la fe en ellos. Mis
hermanos se regocijaban al verme humillada, los hac�a sentirse mejores personas
y eso era bueno. Nunca dudaban en hacer llegar a o�dos de mis padres mis faltas,
para que reciba la correcta educaci�n. Por mi parte, sent�a que esta educaci�n
era una parte vital de mi vida, y que sin ella me sal�a del buen sendero. En
algunas ocasiones no comet�a ninguna falta, pero a�n as� iba a mi padre y me
arrodillaba ante �l y le suplicaba que me castigara. Mi esp�ritu lo necesitaba.
En mi familia esto lleg� a ser normal y �l siempre estuvo dispuesto a hacerlo.
Incluso a veces rogaba que me diera m�s nalgadas o m�s azotes. Si, mi padre
empez� a azotarme con un l�tigo en un momento. Los azotes eran lo peor, y la
mayor�a de las veces solo los recib�a por pedido m�o.


Para �ste entonces yo contaba con 16 a�os y mi cuerpo ya se
hab�a desarrollado. Mi padre, ante el �xito de mis castigos, hab�a dejado de
castigar a mi madre o a mis otros hermanos pr�cticamente. Hab�a mandado a
remodelar el cuarto de juegos en lo que ahora era el cuarto de castigos. Las
sesiones de azotes suced�an de la siguiente manera. Mi madre y mis cinco
hermanos se sentaban en gran banco largo hecho de madera. Mi padre me ordenaba
que me quitara la ropa, ya que con ella el dolor disminu�a. Luego tomaba mis
mu�ecas y las ataba a una cuerda que pasaba por unas argollas de hierro que
pend�an del techo. El cuarto de castigos ten�a dos de su paredes totalmente
vidriadas, para que desde las otras habitaciones pudiera apreciarse al castigado
cumpliendo su penitencia. Pero por el momento todos estaban dentro de la
estancia. Despu�s empezaban los latigazos. Al principio todos eran dirigidos a
mi espalda y, una que otra vez, por error, ca�an en mi trasero. Yo trataba de
soportarlos lo m�s estoicamente posible. Pero al final en general siempre se me
escapaba bien un gemido de dolor, bien un grito. Cuando el castigo era de �sta
�ndole, no me arrodillaba a rezar despu�s. Me dejaba "colgada" de las argollas,
aunque mis pies siempre estuvieron firmemente apoyados en el suelo, durante una
hora mientras la casa reasum�a su ritmo habitual. Durante esta hora desde el
pasillo, el comedor y el living pod�a ser observada en mi humillaci�n por mis
hermanas, hermano y padres, a veces de espalda, a veces de frente. Los rubores
que ascend�an a mi cara y mis pechos eran siempre bien vistos como signos de
honorable arrepentimiento.


No sabr�a explicar muy explicar por qu� mi familia se fue
adaptando tan bien a los cambios, pero para todos era lo m�s normal del mundo.
Mi vida empez� a distinguirse claramente entre lunes a s�bados por un lado,
domingos por otro. Los domingos, como �bamos todos dos veces por d�a a la
iglesia, y por ser el d�a del Se�or, no hab�a tratos diferenciados ni castigos.
Com�a en la mesa siempre, no se me castigaba y vest�a como el resto. Sin
embargo, los otros d�as de la semana era otro cantar. Inconscientemente,
sab�amos que no pod�amos hablar de nuestra rutina especial con nadie, y por este
motivo nos volc�bamos con m�s ah�nco a nuestra vida familiar.


De manera muy gradual, fui perdiendo algunos privilegios.
Pero era lo normal. Ya no compart�a la mesa con mi familia. Ahora siempre ten�a
un plato de comida en el suelo bajo la mesa junto a los pies de mi padre
(excepto los domingos, claro). Cuando mi falta era dirigida hacia otro miembro
de la familia, era bajos sus pies que mi plato se ubicaba. Los distintos
castigos empezaron a ser diarios. Mis faltas, casi inexistentes. Progresivamente
tambi�n, al alcanzar mis hermanos varones edades m�s adultas, empezaron ellos a
imponerme castigos. Para este entonces yo contaba con 17 a�os y mi hermano Joan
con 15, Ra�l con 14. Me gustaba recibir castigos de ellos tambi�n, ya que eran
los nuevos hombres de la casa. Adem�s, tra�an ideas nuevas, en general siempre
m�s humillantes, y daban un respiro a mi pobre padre.


Pero un d�a todo dio un giro dr�stico en mi vida y en la de
ellos. Mi hermana Mar�a, la mayor, ya se hab�a casado e ido a vivir con su
esposo. Yo compart�a la habitaci�n con Sara y Eugenia. Sara, mayor que yo, un
d�a cont� a mis hermanos que por las noches, mientras dorm�a, mis manos se
posaban en las partes pudorosas de mi cuerpo. Yo no sab�a que hac�a tal cosa y
ped� por favor ser castigada por una falta tan grave. Mi padre y mi hermano se
reunieron en su despacho, esta vez el castigo deb�a ser ejemplar. Primero me
hicieron disculparme ante mis hermanas y agradecerle a Sara que haya informado
mis actos a los hombres. Y as� lo hice. Sin pedir mi opini�n, todos estuvieron
de acuerdo en que no pod�a seguir compartiendo la habitaci�n con mis hermanas ya
que era una muy mala influencia. Lo mejor ser�a que durmiera por un tiempo en el
cuarto de castigos. De forma muy burda, armaron una especie de cama all�.
Consist�a en un mont�n de paja arrinconada, cubierta por una s�bana. Ra�l fue el
de la idea de que si estaba inc�moda de noche, mi cuerpo dejar�a de reaccionar
tan lascivamente. Adem�s, agreg� Ra�l, ser�a bueno por lo menos por los primeros
d�as, atarme las manos a mis espaldas para estar seguros de que no me tocar�a.
Desde ese momento esa fue mi cama. Sol�a dormir mal por las noches, estaba muy
inc�moda y lo agradec�a. Pero ese no fue el castigo sino la consecuencia obvia
de mis actos tan vergonzosos.


Fue parte del castigo no recibir alimento por dos d�as, solo
agua. Por temor a que volviera a tocar las partes de mi cuerpo que no
correspond�an no se me permiti� ir al ba�o sola y tuve que hacer mis necesidades
siempre con la puerta abierta. Tampoco se me permiti� ba�arme sola. Fueron mis
hermanas quienes se encargaron de la desagradable tarea. Por indicaci�n de mi
padre, frotaban mis partes pudorosas, es decir, mis pechos y mi vagina, con una
escofina. Eso me ense�ar�a. Mis hermanas realizaban su labor al pie de la letra.
Me dol�a la manera en que me ba�aban y agradec�a esos dolores m�s que cualquier
cosa. Los dos d�as siguientes a intervalos de una hora, era encadenada al techo
y recib�a azotes por parte de mi padre, de Joan y de Ra�l, 20 latigazos por vez.
Despu�s me desataban y me permit�an rezar hasta la pr�xima hora. A la noche,
antes de ir a dormir, mi padre convocaba a toda la familia para que me vea
recibir mis nalgadas. Fueron 75 en cada nalga, durante dos noches. Mi trasero
estaba bordo y no pod�a apoyarme sobre �l. Todos en mi familia estaban
encantados. Pero yo m�s que nadie. Creo que para ese entonces ya hab�a perdido
la dimensi�n de las cosas. La humillaci�n y el dolor ya formaban parte de mi
vida diaria.


Pas� el tiempo pero nunca volv� a la habitaci�n con mis
hermanas ni volv� a compartir la mesa con mi familia. Tampoco pude volver a ir
al ba�o de manera privada y los ba�os siempre me los daban mis hermanas. Mi
cuerpo tambi�n fue cambiando por todo esto. Sol�a ir al cuarto de Joan por las
tardes, y esperaba, de rodillas junto a su sill�n, a que terminara su lectura de
la Biblia. Siempre en silencio. Cuando cerraba el libro le ped�a que me
impusiera alg�n castigo, mi mirada siempre baja. Ya me hab�an dicho que no era
digna de mirar a un hombre a los ojos. Joan siempre parec�a bien dispuesto a
castigarme. En general se lo ped�a a �l porque no solo me daba castigos
corporales sino que a veces hasta mentales. Sol�a empezar las conversaciones con
frases como "�Por qu� quieres que te castigue, hermana?" y yo sent�a la libertad
de contarle abiertamente mis necesidades de ser recordada como una pecadora, mi
necesidad de que recuerden mi estado de inferioridad y la necesidad de mi alma
de expiar las culpas para poder ser salvada. Despu�s �l se mostraba de acuerdo
con mis excusas y me daba alg�n castigo.


Para este entonces, el cuarto de castigos estaba totalmente
reformado. Adem�s del colch�n de paja y de las argollas del techo, hab�an puesta
una cruz de San Andr�s para cuando el dolor que iba a recibir era demasiado
fuerte. Hab�an puesto un caballete con grilletes a los costados para mis
nalgadas. Un placard para los l�tigos, esposas, cuerdas, y paletas de azotar.
Sobre una de las esquinas hab�a puesta una cruz de madera y bajo �sta, en el
suelo, un charco de semillas. Tambi�n hab�a candelabros para iluminar el lugar.
Y por supuesto, el gran banco largo de madera desde donde mi familia observaba
mis castigos y mis humillaciones.


Joan me ordenaba ir al cuarto y me aseguraba las manos en los
grilletes del costado del caballete. Yo estaba doblada hacia delante, desnuda,
lista a que mi trasero recibiera los golpes tan necesarios. Se negaba a pegarme
con su mano, le daba asco tocarme, en general me golpeaba con una paleta de ping
pong, una tabla con agujero, o simplemente una grues�sima regla de madera. Si
bien la cantidad de azotes era menor, el dolor era m�s intenso.


Aqu� yo ya sab�a que mi vida no ser�a como las de las dem�s
personas. Sab�a que era especial, que solo una elegida por Dios pod�a soportar
tantos dolores y humillaciones en su nombre y en su amor. Y estaba orgullosa de
ser una de las "elegidas" de Dios. Ya ten�a 18 a�os y esperaba que mi padre no
me casase nunca, para poder permanecer en mi familia el mayor tiempo posible.
Dudaba que la vida con mi esposo fuera a poder igualar la vida junto a ellos.
Claro, yo a�n no hab�a despertado sexualmente, y eso es lo que ocurri� a
continuaci�n.


Recuerdo que un d�a fui a ver a Ra�l, me sent�a rara, sucia,
y necesitaba que limpiaran mi alma. Mis hermanas acababan de ba�arme pero me
sent�a m�s sucia que antes, mi cuerpo estaba extra�o, no sab�a definir c�mo.
Ra�l evalu� que era un asunto importante y me dijo que me dedicar�a toda la
tarde. Primero que nada me indic� que deb�a vestirme �nicamente con una t�nica
blanca. Me cambi� de ropa frente a �l ya que no pod�a estar desnuda y sola. Me
hizo arrodillarme sobre los granos de ma�z frente a la cruz y rec� un Padre
Nuestro y un Ave Mar�a. Con las rodillas un poco resentidas por la molestia del
cereal, me indic� que me pusiera en cuatro patas, "como un perro", y que
levantara la parte de la falda. A Ra�l no le daba asco tocarme, sab�a que as� me
ayudaba a acercarme m�s a Dios. Me dio 30 nalgadas en cada cachete y me hizo
agradec�rselos uno por uno. Todav�a hoy recuerdo el suelo fr�o en contacto con
mis manos y rodillas, Mi trasero expuesto tan groseramente y el dolor punzante
de los golpes de mi hermano. Pero no era suficiente. Segu�a sinti�ndome sucia.
Ra�l me orden� que me quitara la t�nica y me encaden� a las argollas del techo.
En este momento mi madre y mi hermana Sara entraron al cuarto de castigos y se
sentaron en el banco. A Ra�l le encantaba demostrar frente a los dem�s cu�n
hombre pod�a ser. �se era su estigma por ser el menor de la familia. Tom� un
l�tigo de tres puntas y descarg� su primer golpe en mi espalda desnuda. Le
agradec�. Los golpes no eran muy fuertes pero igualmente dol�an en mi espalda
tan castigada. Al finalizar los 20 azotes que ten�a previstos me orden� que me
diera vuelta y que mirara a mi madre y hermana. As� lo hice. Ellas me miraron y
la cara de asombro me asust�. Sin quererlo, mir� a Ra�l para que me explicase
que suced�a. Me dijo que por esa impertinencia recibir�a otro castigo m�s. Baje
la viste y me disculp�. Mi hermano, como si fueran un maestro, mirando a mi
madre y hermana me se�al� los pechos y explic�:


-�He aqu� los pechos de una fulana! �Esta es la reacci�n de
una pecadora empedernida ante la misericordia de Dios!


Baje la vista a�n m�s para mirar mis propios pechos y vi que
los pezones estaban salidos. La verg�enza que sent� fue tan que solo pude
largarme a llorar, aunque no entend�a muy bien que es lo que suced�a. Despu�s mi
hermano se fue en busca de los otros miembros de la familia y cuando todos
estuvieron presentes fue mi padre el que habl�.


-Ra�l, quiero felicitarte por este descubrimiento. Yo no
hab�a prestado atenci�n. Es una verg�enza para esta familia. �Una ramera! �y
mirando mis pechos fijamente sigui�- �C�mo te atreves a comportarte as� bajo
nuestro techo? Ni siquiera est�s casada y tu cuerpo de ramera ya act�a de esa
forma�.


Sigui� con su mon�logo. Mi cuerpo entero estaba en llamas de
tanta verg�enza. Volv� la vista a mis pechos y segu�an igual de salidos. Lo
primero que hicieron fue vendarme los ojos. No quer�an que me deleitara ante mi
propia imagen. Mi hermano Ra�l fue el encargado de azotar mis pechos. Veinte
azotes a cada uno. El dolor ten�a que ser mi mejor maestro. El dolor ten�a que
limpiarlos. As� estaba yo de pie, atada, de frente a toda mi familia, en uno de
los d�as m�s humillantes de mi vida (porque despu�s vinieron m�s), recibiendo en
mis pechos el castigo por ser una ramera. Mis senos eran v�rgenes de todo
castigo. El dolor fue inmenso y punzante. Yo no sab�a que hacer para obtener el
perd�n de mi familia, de mi padre m�s que nada. Estaba desesperada. Cuando el
castigo termin� me dejaron atada al techo por tres horas. Cuando por fin fui
liberada fui hasta donde mi padre y le rogu� por favor que me castigar� m�s, no
soportaba la culpa que me corro�a el alma y que tanto me alejaba de �l y del
Se�or. Mi padre, en su sabidur�a, me dijo que lo primero que har�a ser�a
prohibirme usar ropa de la cintura para arriba, de este modo se sabr�a si los
pezones de "una ramera" sal�an. Desde ese momento solo usaba una bombacha y una
falta larga. Pero me dijo que para el d�a siguiente igualmente tendr�a algo
pensado.


Esa noche Ra�l y Joan me ataron a mi camastro boca abajo, con
los brazos y las piernas extendidos y separados del cuerpo. Sobre mi espalda
apoyaron un caj�n de mimbre y lo llenaron de troncos. La presi�n que hac�an
sobre mi cuerpo hac�a que mis pechos tan doloridos se enterrar�n m�s todav�a en
la paja. El mimbre tambi�n lastimaba mi espalda. a la ma�ana siguiente el dolor
que sent�a en mis pechos era como el de cien agujas clavadas a la vez, y no
pod�a siquiera moverme para evitar que algunas pajas me pincharan tanto. Fueron
mis hermanas las que me desataron y me ba�aron. Cuando frotaron mis senos con
las escofinas cre� que morir�a del dolor, pero solo pude agradecerles. Fui a
servir el desayuno y mi padre me orden� que me quedara en cuatro patas a su
lado, yo no comer�a nada ese d�a. La posici�n sin embargo fue un alivio, ya que
mis pechos, que para esta edad ya hab�an crecido bastantes, quedaron colgando y
al aire, recibiendo as� la suave brisa del oto�o que parec�a llevarse un poco mi
dolor.


Bajo sus �rdenes, lo segu� a cuatro patas toda la ma�ana y
siempre quedaba a su lado cuando el se sentaba. Durante el almuerzo sucedi� lo
mismo. Mientras levantaba la mesa son� el timbre, hab�a llegado un encargo para
mi padre. Se fue junto a mis hermanos al cuarto de castigo y me prohibieron que
viera nada. Qued� recluida en la cocina, con los brazos atados a mis espaldas
para que no me tocara. Un rato m�s tarde fue mi hermana Sara a buscarme y me
dijo que me esperaban en mi cuarto. Cuando entre vi un nuevo artefacto
instalado. Era un cepo con cuatro agujeros alineados horizontalmente, los dos de
las puntas m�s peque�os que los de adentro. La altura de los tablones era
ajustable. Con una sonrisa a medio ocultar mi padre me indic� que me parara
detr�s del cadalso. Ubic� mis manos en los orificios peque�os y mis pechos en
los grandes, aunque debo aclarar que segu�an siendo m�s chicos que mis senos. Mi
hermano Ra�l tom� mi seno izquierdo con las dos manos, lo estir� para afuera
apret�ndolo e hizo que calzara en el agujero, lo mismo hizo con el otro. Mis
pechos, apretados, sal�an para afuera como dos bolas amuradas a una pared de
madera. Mi padre puso las trabas y ah� qued� yo parada con las manos
inmovilizadas y los senos m�s que expuestos.


La reacci�n de mi cuerpo fue inmediata. Aunque esta vez trat�
de controlarlo, no pude. Mis pezones volvieron a salirse. Joan se�alo que
estaban "erectos" otra vez. Y sin mas introducciones empez� a golpearlos con las
manos como si los estuviera cacheteando hasta dejarlos rojos y ver las l�grimas
silenciosas que ca�an por mis mejillas. Volv� a pedirles disculpas pero ninguno
de los tres respondi�. Se quedaron parados en silencio mir�ndome los pechos.
Finalmente se sentaron en el banco. Yo cre�a que no podr�a soportar m�s
humillaciones. Pero ninguno dijo una palabra.


Un rato m�s tarde yo ya estaba exhausta de estar tanto tiempo
parada. Mis pechos segu�an con su color rojo, empezaba a creer que era por el
aprisionamiento. Me dol�a cada m�sculo de mi cuerpo. Pero nadie hizo nada. Cay�
la tarde y se fueron. Me dejaron sola en la misma posici�n. Yo trataba de
cambiar el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra pero indefectiblemente
terminaba agotada y dolorida. Despu�s de la cena entr� mi hermano Joan y por fin
me libero de semejante tortura. Mis pechos estaban helados, igual que el resto
de mi cuerpo. Me condujo al ba�o y me sumergi� en la tina de agua caliente.
Aunque muy levemente, se me hab�a cortado un poco la circulaci�n, y el dolor que
sent� al reactivarse la sangre fue uno de los m�s placenteros que sent� en mi
vida. Otra vez las mil agujas me recorr�an los pechos, esta vez por dentro. Se
qued� sentado junto a mi sin dirigirme la palabra hasta que el agua se empez� a
enfriar y me indic� que saliera y me secara.


Una vez seca, me dijo que me quedara desnuda. Aparentemente,
hab�a aceptado humildemente el castigo impuesto, a�n cuando todos pensaron que
pedir�a por favor ser liberada antes de tiempo. Mi padre quer�a premiarme y
hab�a aceptado que durmiera con mis hermanos esa noche, libre de ataduras, ya
que ellos estar�an encargados de vigilarme por la noche. La �nica condici�n es
que estuviera desnuda para que pudieran ver cualquier reacci�n de mi cuerpo.
Seg�n hab�a explicado, estaba en un per�odo de prueba. Siempre con la mirada
baja fui hasta donde mi padre y le agradec� su misericordia. Por primera vez
desde la tarde el me habl� y me deseo buenas noches.


No cab�a en mi alegr�a. Dormir�a en un colch�n, no sobre la
paja, junto a mis hermanos. Adem�s mi padre me hab�a perdonado y mis hermanos
tambi�n, me sent�a la mujer m�s feliz de la tierra.


Mis hermanos compart�an una gran cama. Despu�s de decir las
oraciones de rodillas junto a la cama me ubicaron en el centro, Joan se acost� a
mi derecha y Ra�l a mi izquierda. Ellos vest�an un camis�n muy parecido a las
t�nicas que a veces me hac�an usar. Ra�l me advirti� que pod�a dormir boca
arriba o de costado pero no boca abajo, para no esconder mis senos. Me qued�
boca arriba. Ya me hab�a acostumbrado un poco a la desnudez de mi cuerpo, aunque
segu�a d�ndome verg�enza. Cerr� los ojos y trate de no pensar en nada. Estaba
tan exhausta que en minutos me qued� dormida.


A media noche despert� y me acomod� mejor en la cama. Me puse
de costado de espaldas a Joan. El rostro de Ra�l estaba muy cerca del m�o y
dorm�a placidamente. Tuve sue�os muy raros aquella noche. Me despertaba
sobresaltada a cada rato. En un momento recuerdo que Joan se acomod� m�s cerca
de m�, su pecho descansaba sobre mi espalda. �l tambi�n se despert�. Me dijo que
iba a ver como se comportaban mis pechos me abraz�, poniendo sus manos en forma
de cuenco, abrazando a su vez mis pezones.


- Est�n lisos. Creo que pasaras bien la noche �y volvi� a
dormirse.


Continuar�.




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Relato: Mi Educaci�n (1)
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