Relato: La tahona La muchacha hab�a llegado puntual. Era la segunda ma�ana que trabajaba en la tahona, y se ve�a que buscaba causar una buena impresi�n. La �nica luz que iluminaba el local era la de una l�mpara de sebo que le daba un toque de misterio a la belleza cl�sica de la chica. Observ� sus rasgados ojos verdes, su piel blanca, tanto que posiblemente que cuando era m�s joven la habr�an huntado con leche fresca para que no le saliesen pecas. El pelo rubio y ondulado, como las olas del mar que solo hab�a visto en los cuadros de su amante la condesa de Moncloa, ca�a hasta su cintura y ella, met�dicamente, lo apartaba poni�ndolo a su espalda. Las ropas ra�das que llevaba, que posiblemente habr�an sido proporcionadas por Monse�or Ruibarbo, Obispo de Madrid, se tensaban en la zona de los pechos demostrando que la pubertad hab�a hecho ya su trabajo.
Observ�ndola oculto tras el marco de la puerta, sinti� una erecci�n, meti� la mano dentro de sus pantalones y empez� a masajearse. Catalina, as� se llamaba, hab�a sido contratada por su mujer, una cristiana vieja y piadosa, a petici�n de Monse�or, quien la hab�a presentado como una hu�rfana reciente necesitada de trabajo. Era cierto que la peste asolaba Madrid, pero aquella muchacha no era la hija de dos plebeyos, como el obispo quer�a hacer creer. Sus manos a�n eran suaves, nunca hab�a trabajado, y ten�a los modales y actitudes de una joven de la corte. Bernardo afin� su o�do, sab�a que Eulalia, su mujer, dormir�a al menos dos horas m�s, hasta que amaneciese. Hasta entonces podr�a hacer con y de Catalina lo que quisiera.
La joven se inclin� sobre la mesa en la que �l hab�a hecho el pan para limpiarla, y la tela que cubr�a sus generosos pechos se manch� de una capa de harina que hizo imaginar a Bernardo la blancura que deber�an de tener estos. Con su miembro erecto y palpitante se acerc� a ella sigilosamente, como un espectro, y se puso a su espalda, desde donde agarr� sus caderas con fuerza, empuj�ndola contra el borde de la mesa. Not� c�mo su presa se pon�a tensa, pero no emiti� m�s que un leve gritito cuando sinti� sus manos. Meti� la nariz entre su pelo suave, olfate�ndola, apretando su erecci�n contra ella para prevenirla de lo que la esperaba. Not� la resignaci�n de Catalina y comprendi� que posiblemente Monse�or tambi�n hab�a hecho lo que �l se dispon�a a hacer.
Subi� sus manos por su cuerpo para acariciar densamente los pechos generosos, not� los pezones erectos ante el contacto, los apret� notando su calidez, su curvatura perfecta y dese� poder poseerla cada d�a. Cuando baj� las manos para alzar su saya, ella se volvi� a inclinar levemente sobre la mesa, como facilit�ndole el trabajo. Cuando le hubo subido del todo la falda, un culito redondeado y n�veo se mostr� ante �l, un culito terso, resping�n y voluptuoso que �l deseaba corromper. Abriendo las nalgas de la muchacha se fue introduciendo dentro de ella, despacio, disfrutando con los gemidos de dolor que Catalina intentaba minimizar por no despertar a su patrona. �l not� como el pellejo de su miembro se retra�a al entrar en el ano de la joven, tan prieto y tibio. Comenz� a embestirla, ella era su trabajadora y le pertenec�a, para algo le pagaba un jornal. La joven consent�a y cada vez se quejaba menos mientras Bernardo la mancillaba con fuerza.
Cuando Catalina dej� de emitir sonidos, �l los ech� de menos por lo que la oblig� a tenderse sobre la mesa llena de harina, boca arriba. La turgente curva de sus pechos lo llamaba como el canto maldito de una sirena, se coloc� sobre ella, que hab�a puesto su rostro de lado, como deseando no tener que ver la escena. �l busc� su abertura y volvi� a adentrarse dentro de ella, poco a poco sinti� c�mo los l�quidos internos de Catalina acariciaban su miembro, escuch� el sonido mientras la hab�a suya, chapoteos amortiguados por la espesa capa de telas de la saya ra�da. Finalmente sucumbi� dentro de ella, llen�ndola a rebosar. Apret� una vez m�s sus pechos turgentes, que a�n no hab�a podido ver y se levant� sin decir nada. Abri� la puerta del establecimiento y ella se coloc�, algo sofocada, tras el mostrador. No tard� en entrar un criado de librea en busca de dos hogazas de pan, que Catalina le suministr� al instante.
Bernardo vio la lujuria en los ojos del joven mir�ndola, se sinti� afortunado, y sufri� otra erecci�n cuando Catalina levant� su falda un instante para colocarla y �l pudo observar c�mo su semen descend�a mezcl�ndose con sus largas piernas.
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Relato: La tahona
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