Relato: Ana Manuela





Relato: Ana Manuela

Ana Manuela estaba escondida en el cuarto de las escobas. Las
hab�a visto llegar y pens� que si se escond�a podr�a evitar que se la llevasen.
Tras un quiebro sigiloso se hab�a zafado del control de sor P�a. Llevaba ya
tiempo en la mal llamada "Casa de Acogida de la Infancia" que regentaba una
orden religiosa de "caritativas" monjitas como para conocer la manera de eludir
la vigilancia de la cada vez m�s sorda y cegata sor P�a. Se trataba de la m�s
mayor de las monjas y era la encargada de llevar al sal�n a las ni�as para su
inspecci�n.


Como cada viernes hab�an llegado compradores. En esta ocasi�n
se trataba de una mujer rica, deb�a serlo por el fastuoso coche tirado por
cuatro caballos, cochero y lacayo con librea y por el ostentoso vestido malva
oscuro sobre el que refulg�an ribetes de pedrer�a en las orlas de cuello y
mangas y por los enormes zafiros y diamantes que engalanaban los dedos de ambas
manos. Su hija no parec�a poder frenar sus ansias de ostentaci�n, una jovencita
adolescente que vest�a un vestido de los m�s caros que pod�an encontrarse y un
sombrero de pamela que era una delicia. La madre superiora hab�a inclinado su
cuerpo hasta casi tocar el suelo, siempre lo hac�a pero esta vez parec�a que la
columna vertebral se le iba a partir en dos por lo exagerado de su postura.


Ana Manuela, cuyo verdadero nombre era Yakalahar�, sinti�
pavor al ver a aquella mujer abofetear al lacayo cuando descendi� del carruaje.
Ana Manuela, que segu�a la escena desde uno de los ventanales de la vetusta
edificaci�n, no pudo o�r las palabras pero dedujo que la se�ora se hab�a
enfadado porque al descender hab�a metido el pie en un peque�o charco y se le
hab�an manchado los zapatos. El lacayo recibi� el bofet�n sin inmutarse, al
menos en apariencia. Se agach� y con la manga de la chaqueta de su librea frot�
uno tras otro los zapatos de la se�ora. La sonrisa de satisfacci�n de la ni�a
mientras el hombre se humillaba ante su madre tambi�n le causaron una mala
impresi�n y decidi� que no ser�a ese viernes, si pod�a evitarlo, el d�a en que
fuera comprada.


Cuando vio la ocasi�n se desliz� furtivamente de la larga
recua de ni�as del internado que se dirig�an al sal�n para ser objeto de
selecci�n por parte de las compradoras.


Ana Manuela se encerr� en el cuarto de las escobas y por la
rendija de la vieja puerta pudo seguir la escena que ya sab�a se iba a
desarrollar, m�s o menos como cada viernes.





Aquella mal llamada casa de caridad � de acogida de la
infancia rezaba grabado en hierro forjado encima de la puerta de entrada a la
finca � era en realidad una tapadera que usaban las clases pudientes, la
aristocracia y la gente de grandes recursos econ�micos para abastecer sus
haciendas de personal dom�stico, de criadas a bajo coste, pr�cticamente de
esclavas. El gobierno hab�a dictado leyes seg�n las cuales la orden religiosa de
las hermanas de la caridad con la infancia se har�a cargo de todas aquellas
criaturas solas y desheredadas que pudieran recogerse de cualquier parte del
pa�s y se encargar�an de ofrecerles asistencia espiritual y prepararlas para ser
acogidas por familias de bien que procurar�an por su futuro.


Aquello no era m�s que un negocio sucio, la tapadera de una
encubierta trata de hu�rfanos, especialmente de ind�genas. Guardias armados se
dedicaban a recorrer las monta�as del interior al objeto de secuestrar ni�os
pobres, mayoritariamente ind�genas que vagaban solos y los llevaban a las
instituciones que las hermanas ten�an diseminados por todo el pa�s. Se sab�a, o
se rumoreaba, que no hab�an dudado en eliminar a una pobre viuda a tiros para
llevarse a sus cinco o seis hijos. T�cnicamente hab�an recogido hu�rfanos.


Despu�s esos muchachos y muchachas eran encerrados en las
casas de caridad donde se les procuraba una m�nima alimentaci�n y se les
inculcaba la idea de que, si ten�an suerte y agradaban a las buenas familias que
vendr�an a visitarlos los fat�dicos viernes su futuro se ver�a solucionado de un
plumazo, eso s�, a cambio de devolver el enorme bien que esas familias les
hac�an al sacarlos de la instituci�n a base de trabajo, entrega y resignaci�n.
Las hermanas se encargaban de separar el grano de la paja, se cuidaban de que en
el cesto no hubiera manzanas podridas. Si detectaban que alguno de aquellos
hu�rfanos pod�a ser un rebelde, un inadaptado, un no sometido, era separado
inmediatamente, expulsado del centro y entregado a la polic�a pasaban a engrosar
la larga lista de desaparecidos. Se deshac�an de �l inmediatamente. Las hermanas
tan solo trabajaban con material de primera calidad.


Cuando ven�an los compradores, aquellos que hac�an
sustanciosas donaciones a la instituci�n, sab�an que se llevar�an a temerosas
chiquillas obedientes y sumisas que incrementar�an su corte de servidores.





Unas quince ni�as y ni�os, mayoritariamente ni�as, de todas
las edades hasta los catorce a�os, estaban sentadas en el suelo del amplio y
fr�o sal�n. Eran los que llevaban al menos seis meses en la instituci�n y que
hab�an recibido con �xito el adiestramiento necesario para ser unos criados
perfectos y sumisos.


Sin violencia f�sica, aunque s� con crueldad mental, las
monjas se encargaban de moldear aquellas mentes atemorizadas, dirigiendo sus
esp�ritus hacia la sumisi�n y la resignaci�n. Asimismo les ense�aban c�mo
deber�an tratar, aquellos que tuvieran la suerte de ser elegidos, a sus
acogedores. Ante todo se les formaba en el respeto absoluto y la sumisi�n y
obediencia sin l�mites. Las monjas utilizaban el comer y el dormir como
instrumentos que ayudaban a sus ense�anzas. La privaci�n de alimento y sue�o se
revelaban perfectos acicates pedag�gicos.



Entraron la madre superiora, dos monjas de confianza y la
se�ora con su hija, que ven�an a hacer una donaci�n.



La comitiva pase� lentamente entre las ni�as y ni�os que
desde el suelo admiraban absortos los lujosos vestidos de las visitantes. Madre
e hija escrutaban minuciosamente cada rasgo infantil, sus fam�licos cuerpos, sus
mon�tonos uniformes mientras se decid�an por cual quedarse. Ana Manuela segu�a
pegada a la peque�a abertura de la madera por la que pod�a mal ver, el est�mago
encogido por el temor de ser descubierta, la escena que se desarrollaba en el
espacioso sal�n.


La elegante jovencita levant� hacia ella el rostro de una
muchacha con la leng�eta de su fusta que llevaba como signo de autoridad.



"Qu� te parece �sta, mam�?"



Un temblor sacudi� el cuerpo de la morenita de nombre
impronunciable a la que las monjitas llamaban Jacinta.



"Jacinta � le dijo una de las monjas � lev�ntate, la se�orita
quiere examinarte � y mientras la muchachita se pon�a de pie la monja alab� sus
cualidades � si se la quedan habr�n hecho una adquisici�n inmejorable, es muy
obediente y muy limpia."



La joven damita prosigui� manejando la fusta para examinar a
la que podr�a ser una de sus futuras doncellas.



"Abre la boca, ni�a � le orden� altanera la joven."



Jacinta abri� la boca cuanto pudo y not� la leng�eta de la
fusta rozarle los dientes y la lengua.



"M�s abierta."



La joven meti� el extremo de la fusta m�s adentro de la boca
de Jacinta provoc�ndole un amago de ahogo.



"C�mo la ves Clara? � pregunt� la se�ora a su hija."



"Bien mam�, me gusta � respondi� la altiva muchacha al tiempo
que dejaba a la pobre Jacinta y continuaba la b�squeda - �Ap�rtela! � a�adi�
dirigi�ndose a la m�s joven de las monjas quien r�pidamente asi� por el brazo a
la peque�a y se la llev� fuera del grupo."



Ana Manuela dio un respingo. �Jacinta! Su mejor amiga all�
dentro, se la iban a llevar. Fruto del desasosiego Ana Manuela se desconcentr� y
sin darse cuenta retrocedi� dos pasos chocando contra un cubo. El ruido del cubo
al volcar, que de paso arrastr� dos escobas que tambi�n acabaron cayendo, atrajo
la atenci�n en el exterior del cuartito.


Dos de las monjas, las m�s j�venes se miraron una a la otra
expectantes. ���Qu� hab�a sido eso?!! Se preguntaron con la mirada. De dos
zancadas se presentaron ante la puerta del cuartucho y la abrieron. Ana Manuela,
que pensaba que hab�a logrado sortear su suerte se vio de repente sorprendida.


La sacaron de inmediato hacia el sal�n llev�ndola cogida de
una oreja. Todos los rostros y todas las miradas estaban pendientes de ella. La
llevaron ante la superiora que estaba al lado de la se�ora quien a su vez miraba
con curiosidad a la ni�a que tra�an de la oreja.



"Ponte de rodillas en el rinc�n y espera a que termine la
visita de las se�oras. Ya te arreglar� despu�s � dijo la superiora."



La monja que la sujetaba la llev� arrastrando de la oreja
hasta la pared y all� la hizo arrodillar.



Clara continu� con su b�squeda durante un buen rato, hasta
que finalmente regres� con su madre y la superiora.



"Te has decidido ya, Clara? � inquiri� la se�ora a su hija."



"Me falta una por ver � dijo se�alando con el extremo de su
fusta hacia donde permanec�a de rodillas Ana Manuela custodiada por una de las
monjas."



La superiora hizo una se�al y la monja que la custodiaba tir�
de la oreja de Ana Manuela que se vio obligada a seguirla sobre sus rodillas
hasta que la dejaron a los pies de la altiva Clara.


La mestiza temblaba de miedo. Clara la examin� como hab�a
hecho con los dem�s, usando su l�tigo de montar. Ana Manuela estaba muerta de
miedo pero ahora que pod�a ver de cerca a las compradoras se percat� de su
extremada belleza. Clara, que reci�n hab�a cumplido los 15 a�os, ten�a la piel
blanca y fina, rostro ovalado, algo pecoso sobre todo en la zona de la nariz y
aleda�os y el cabello ten�a un tono entre rubio y rojizo. El vestido era de
ensue�o, de color verde p�lido, un par de pulgadas por encima de las rodillas.
Con lo que hab�an pagado por aquel vestido seguro que com�an una semana todas
las internas de la instituci�n. La mano que sosten�a el l�tigo de montar era
delicada y blanca, con dedos largos y perfectos que rodeaban la empu�adura de la
fusta con firmeza pero sin apretar y terminaban en unas u�as perfectamente
cuidadas, no muy largas, solo lo suficiente para poder hacerle una manicura
francesa sobre la que brillaba el esmalte transparente en el que Ana Manuela
fij� la vista mientras la examinaba. Deb�a tener unos quince a�os y ten�a un
cuerpo esbelto, muy bien formado. Bajo el elegante vestido verde p�lido se
marcaban unos senos perfectos, redondeados y firmes. Bajo la falda unas piernas
torneadas que terminaban en unos pies proporcionados y calzados con elegantes
zapatos de sal�n negro de tac�n mediano que brillaban como el acero bru�ido.


La madre era una mujer joven, a lo sumo 37 a�os. Desde los
ventanales le hab�a parecido una aut�ntica bruja pero ahora que la ve�a de cerca
se percat� de que era bella, bell�sima, a�n m�s que la hija. Era rubia y alta,
algo m�s gruesa y contundente en las formas que su hija. Era espectacular. Los
ojos grandes, de color variable seg�n les diera la luz, labios gruesos y
sensuales. Ten�a unas manos largas, como largas eran sus u�as cuidadas con
esmero y decoradas con un esmalte rojo intenso que hipnotizaba.



"Bueno hija, qu� decides?"



"Me la quedo... y a la otra tambi�n."



"Seguro que no se arrepentir�n. Las dos son de muy buena
pasta... aunque lo que ha hecho hoy Ana Manuela de esconderse no lo hab�a hecho
nunca. En fin... le puedo asegurar que lleva m�s de seis meses siendo
adoctrinada y es perfecta � intervino la superiora que quiso dejar claro que la
chiquillada de la muchacha no obedec�a a que tuviera un car�cter conflictivo."



"No pasa nada, seguro que Clara sabr� tratarla para extraer
de ella todo lo que le han ense�ado... � a�adi� con una sonrisa la se�ora."



"Por cierto, do�a Adriana... espero que no tenga ninguna
queja de las que se llev� el mes pasado..."



"Ninguna querida, ninguna... por eso estamos aqu� de
nuevo..."



"Bien, do�a Adriana... si le parece pasamos a mi despacho
para solventar el papeleo de la donaci�n..."



Jacinta y Ana Manuela se miraron aliviadas. Al menos
seguir�an juntas.









Media hora m�s tarde Jacinta y Ana Manuela, dos mestizas de
la casa de la caridad, se sentaban en la parte posterior del espl�ndido
carruaje, en el lugar de las maletas y los bultos. Nada llevaban consigo pues
nada hab�an tra�do al llegar. S�lo el mismo tosco uniforme com�n a todos los
internos. El lacayo se subi� al estribo posterior y cuando la se�ora y su hija
se hubieron acomodado en los mullidos asientos el cochero arranc� los caballos.



Las dos ni�as estaban cogidas una a la otra, tratando de
mantenerse quietas y resistir los continuos saltos que lo irregular del camino
produc�an en la parte en que viajaban. El lacayo, que miraba al frente
constantemente no pod�a evitar de vez en cuando lanzar una furtiva mirada a las
dos muchachas. Ana Manuela recordaba la crueldad con que la se�ora lo hab�a
tratado y pens� que si as� trataban aquellas damas a sus criados a ellas no les
iban a dispensar uno mejor. El lacayo era un joven, bastante agraciado sin ser
guapo. Cuando lo hab�a visto desde el ventanal recibir una bofetada de la se�ora
hab�a pensado que se trataba de un hombre mucho mayor, pero ahora que pod�a
verlo de cerca estaba segura de que no tendr�a m�s de diecis�is a�os. Ser�a el
aspecto serio y formal que le confer�a la librea lo que le procuraba una
apariencia mucho mayor.



El viaje se alarg� por espacio de una hora y media, primero
por caminos de tierra y finalmente por una carretera asfaltada de cuarto orden,
sin tr�nsito, a la que desembocaron desde el camino de tierra. Las muchachas no
lo sab�an pero se hallaban en medio de la vasta propiedad de la se�ora. De vez
en cuando se cruzaban con alg�n hombre uniformado y armado que al paso del
carruaje se descubr�a la cabeza y hac�a una clara reverencia inclinando la
cabeza. Era la guardia privada.



"Te han dicho la edad que tienen? � pregunt� Clara a su madre
dentro del c�lido y mullido interior del veh�culo."



"Jacinta tiene 13 a�os y Ana Manuela tambi�n, o eso dicen los
papeles que me han entregado � contest� do�a Adriana ojeando los documentos que
ten�a en la mano."



"Perfecto � respondi� Clara que en ese momento buscaba a
trav�s de un espejito que no quedase ning�n granito que afeara su bello y pecoso
rostro."



Cuando llegaron a la finca, las dos mestizas se quedaron
asombradas. �Menuda hacienda! �Aquella gente deb�a ser inmensamente rica! La
mansi�n era inmensa, hermosa, se trataba de una construcci�n neocolonial, con
una entrada con altas y esbeltas columnas, un porche que casi rodeaba la casa a
izquierda y derecha de la entrada y se ve�an tantas ventanas que era imposible
contarlas de una sola mirada.



El coche se detuvo en la entrada. El lacayo dio un salto y
abri� la portezuela de la se�ora. Una vez hubo descendido corri� a abrir la
portezuela de la se�orita.



"Lleva a las nuevas a Jer�nima para que las despioje y las
lave a fondo. Luego que las traiga � orden� la se�ora al lacayo."



Jacinta y Ana Manuela fueron baldeadas por una mujer joven y
fuerte. Lo hizo con alegr�a pero sin contemplaciones. Los gritos de dolor de las
muchachitas no la hizo atemperar los vigorosos frotados que con el cepillo de
alambre fino les prodig� por toda la piel de su cuerpo. El lim�n les escoci� la
piel llena de rasgu�os y rozaduras.



"Pica, luego sana � les dec�a riendo Jer�nima cuando las dos
mestizas estaban a punto de llorar por el salvaje tratamiento."



Casi una hora despu�s, envueltas en toallas entraron en la
casa por una entrada que daba a la cocina del servicio. All� otra criada les
suministr� sus uniformes. Jacinta y Ana Manuela se quedaron embobadas
contemplando sus bonitos vestiditos cortos, su cofia, su delantalito, sus
zapatitos. No estaban acostumbradas a aquellos lujos y se sent�an impresionadas.
El miedo que hab�an pasado al principio se iba disipando poco a poco.


En la cocina hab�a dos criadas j�venes y cuatro ni�as
mestizas como ellas, que seguro que ven�an de la casa de caridad pues Jacinta,
que llevaba m�s tiempo, hab�a reconocido algunos rostros. La cuatro parec�an
esmeradas en sus trabajos de limpieza y de ayuda en la cocina.



Dos horas despu�s de haber descendido del maletero del
carruaje y acompa�adas por Emilia, la mayordoma, hac�an acto de presencia las
dos mestizas, limpias, peinadas y vestidas con sus uniformes de doncella ante la
se�ora y su hija.



Emilia tambi�n era mestiza, aunque seguramente su piel hab�a
blanqueado m�s por m�ltiples cruces con blancos. Las dos ni�as ofrec�an un color
m�s cenizo, en sus genes corr�a sangre ind�gena, sangre blanca y sangre negra.


Con sus uniformes nuevos estaban muy monas. Desde luego
estaban atemorizadas, ten�an miedo de los nuevos amos a los que deb�an servir,
pero estar en aquella mansi�n tan lujosa y con esos vestidos nuevos las hac�a
sentirse felices.



"Ahora os presentar�is a la se�ora y a la se�orita. Por lo
que s� os ha escogido la se�orita Clara, no s� qu� intenci�n tienen, pero es
posible... no estoy segura, pero imagino que le pertenec�is a ella..."



"C�mo que le pertenecemos � interrumpi� Jacinta a Emilia."



"�Ven�s de la casa de caridad, de las monjas de Cienpozuelos,
no es as�?"



"As� es..."



"Pues entonces le pertenec�is. Seguro que han pagado una
suculenta donaci�n y a cambio vuestras fichas han dejado de existir. En estos
momentos debe haber ya un certificado de defunci�n viajando hacia la capital. Ya
no exist�s. Y de aqu� no se puede escapar nadie."



Las dos ni�as se quedaron mudas, perplejas.



"Mi consejo es uno: obediencia absoluta. Ahora, cuando
lleguemos al sal�n mostraros humildes y sumisas. No habl�is hasta que se os
dirijan y cuando lo hag�is anteponed primero el "se�ora" o "se�orita" seg�n sea
la madre o la hija a qui�n respond�is. No las mir�is a la cara cuando os miren y
cuando os llamen a su presencia arrodillaros siempre. Poco a poco os ir�is
haciendo a la idea de vuestra nueva vida. Ver�is que no es tan dura. Ahora,
vamos, est�n esperando y no es cuesti�n de que impacienten."



Cruzaron el sal�n las tres. En c�modos sillones estaban
frente al fuego del hogar sentadas madre e hija.



"Se�ora, se�orita... las nuevas criadas � dijo Emilia cuando
se hallaron frente a ellas al tiempo que empujaba a las dos ni�as por los
hombros forz�ndolas a arrodillarse."



Eso hicieron las dos. Arrodillarse. Quedaron en silencio. En
su posici�n s�lo pod�an ver las piernas y los pies de sus amas.



"Cual de las dos es Ana Manuela � pregunt� Clara."



"Soy yo se�orita � respondi� con un hilo de voz la muchacha."



"Demasiado rimbombante para una criada. Te llamar� solo
Manuela. Mejor Manuelita. Me gusta m�s, es m�s apropiado."



"S� se�orita, como guste."



Ana Manuela, ahora ya Manuelita pens� en cuantas veces le
iban a cambiar el nombre. Al nacer sus padres la bautizaron como Yakalahar�, las
monjas como Ana Manuela y ahora, su actual ama iba a llamarla Manuelita.



"Yo me quedo con Manuelita, mam�... pero ya sabes que
necesito dos. Con la otra qu� hacemos? Me la puedo quedar yo tambi�n? Las he
escogido yo..."



"Ya lo s�, pero recuerda que cuando fuimos a la "casa de
caridad" acordamos que comprar�amos dos, una para ti y otra para tu hermana. Si
necesitas otra la coges de las saloneras. Tenemos de sobras con las que compr�
el mes pasado."



Jacinta y Manuelita permanec�an a�n de rodillas escuchando
c�mo madre e hija hablaban de su destino, de su futuro. Se rifaban su suerte
como si estuvieran hablando de animales o de objetos. Desde su posici�n solo
pod�an ver los pies de la joven y de su madre y escuchar sus voces. Las dos
criaditas no se atrev�an siquiera a moverse.




En ese momento se oyeron voces en el sal�n. Hac�a su
aparici�n la se�orita Anal�a, la hermana menor de Clara. Todo un terremoto. Una
muchachita de 13 a�os, tan alta y desarrollada como su hermana, rubia, de ojos
negros, rellenita y todo un car�cter. Llevaba una camiseta blanca que le ven�a
bastante larga y le cubr�a el principio de sus fuertes muslos. El resto de su
atuendo lo completaban unas altas botas negras de montar, relucientes. Ven�a
lanzando juramentos, parec�a indignada. Llevaba en una mano unas bragas que
agitaba continuamente. La segu�a una criada que lloraba a moco tendido. La
muchacha, de unos 16 a�os, alta y delgada, ten�a el rostro descompuesto por el
llanto.



"Estoy harta mam�, mis bragas preferidas echadas a perder por
culpa de esta est�pida botarate... � gritaba Anal�a � acabo de revisar la cesta
de la ropa que ha lavado y mira... mira... � grit� mostrando las bragas
deshilachadas en una mano."



"Pero hija, ya te comprar�s dos docenas cuando quieras..."



"Ya lo s�, pero ahora quer�a ponerme estas y no podr�
hacerlo."



La criada se hab�a arrodillado al lado de la encolerizada
se�orita que miraba las bragas que ten�a en su mano, a su madre y hermana y a la
pobre criada. Dej� de hablar un momento, frunci� los labios en un gesto de rabia
y con el pu�o cerrado alrededor de las bragas le solt� un pu�etazo con todas sus
fuerzas detr�s de la oreja. La criada solt� un grito y cay� de bruces al suelo.



"C�lmate Anal�a, c�lmate � le aconsej� su madre. Venga, ven
aqu�, si�ntate a mi lado. �Emilia! Ll�vate a �sta in�til... y que pase la noche
en el cepo a la intemperie... y desnuda... � a�adi� tras una breve pausa � a ver
si as� podemos calmar un poco el disgusto de la pobre se�orita Anal�a � y
acariciando los rubios cabellos de su hija menor bes� uno de sus bucles � te
parece bien cari�o?"



"S� mam� � respondi� m�s calmada Anal�a."



Clara mir� con cierto desprecio a su hermana. Siempre montaba
esc�ndalos por tonter�as y no paraba hasta que su mam� castigaba a la presunta
culpable del enfado de la peque�a. Ella ya era mayor y ten�a a su propia criada.



Anal�a se fij� por primera vez en las dos jovencitas que
permanec�an arrodilladas delante de su madre y de su hermana.



"�Son las nuevas criaditas, mam�?"



"S� cielo, estas son..."



Clara se puso de pie y se acerc� a Manuelita. Le acarici� la
cabeza con el extremo de su l�tigo de montar del que nunca se separaba.



"�sta es m�a � dijo Clara pronunciando rotundamente el
posesivo para que no cupieran dudas."



"Y yo qu�, no voy a poder tener nunca una criada para m�
sola? Supongo que la otra debe ser para ti, verdad? � volvi� a excitarse Anal�a
frunciendo ojos y labios y simulando un puchero."



"No hija, yo ya tengo a Lucerita y a Tina, la otra es para
ti."



"��De verdad?! ��Para m� sola?!... �Oh mami... gracias! � y
la joven Anal�a se abraz� a su madre llen�ndola de besos de agradecimiento."



Anal�a se levant� de un salto y se fue hacia Jacinta. Le puso
la mano bajo el ment�n y la oblig� a mirarla. Jacinta levant� el rostro pero
evit� mirar a la muchacha a los ojos. Anal�a le movi� la cara hacia uno y otro
lado, y se tom� su tiempo para escudri�arlo. Satisfecha le solt� el ment� y
volvi� a sentarse junto a su madre.



"C�mo se llama?"



"Jacinta."



"Muy largo... � medit� un momento � ya est�, la llamar�
Tinta, se parece y adem�s se dice con el tono de su piel. Tinta, s�...
decidido."



A Jacinta le hab�a sucedido lo mismo. Al nacer le pusieron un
nombre propio de su cultura de procedencia, las monjas se lo cambiaron por otro
que consideraban m�s propio a la cultura a la que deb�a integrarse y ahora
aquella muchacha lo encontraba inadecuado y la volv�a a bautizar.



"Ven aqu� Tinta � orden� Anal�a, excitada por tener por fin a
su propia criada �. Mira mis botas, te parece que brillan suficiente? � le
pregunt� Tinta hubo gateado hasta donde estaba."



"S� se�orita � respondi� con un hilillo de voz Tinta, que
nunca hab�a visto tanto brillo junto."



"Error. Mis botas nunca brillan suficiente. L�mpialas � le
orden� llena de orgullo."



Tinta, seg�n las hab�a instruido anteriormente Emilia, busc�
entre los utensilios que llevaba en los bolsillos de su delantal. Sac� un pa�ito
de fieltro y se puso a frotar las ya de por s� relucientes botas de su nueva
amita.












Un a�o despu�s Manuelita y Tinta conoc�an perfectamente su
nueva realidad. Si acaso Tinta hab�a tenido m�s mala suerte. Ser la criada
desvalida, vulnerable, sin protecci�n alguna, de aquellas jovencitas ricas y
caprichosas no constitu�a un trabajo f�cil, pero Tinta a�n lo ten�a peor. La
amita que le hab�a tocado en suerte era, adem�s de altiva y caprichosa como
sol�an serlo las de su clase, intolerante, irascible y cruel. Por su parte
Manuelita, a�n hall�ndose en una situaci�n similar lo llevaba mucho mejor ya que
su ama, la se�orita Clara, a pesar de ser altiva y arrogante con los que no eran
de su clase, era mucho m�s dulce y comprensiva.



Do�a Adriana hab�a finalmente accedido a que sus dos hijas
tuvieran cada una de ellas dos criaditas para su servicio personal. Lo
comprend�a, ella no ten�a dos, ten�a las que quer�a y que menos que un par de
esas mocosas para poder cumplir con unos m�nimos de comodidad y poder dar
satisfacci�n inmediata a sus necesidades de bienestar. Para eso eran ricas,
extremadamente ricas, para poder darse los caprichos que les apeteciese y tener
a dos toscas ind�genas siempre pendientes de las necesidades de las ni�as se le
antoj� que era lo m�nimo que pod�a hacer por sus adoradas hijas.


Las muchachas, encantadas, seleccionaron cada una de ellas a
una de las mestizas que ya ten�an de servicio en la casa. Clara se qued� con
Beatriz, que para acortar llam� Bea, y Analia escogi� a Benita, quien tambi�n
sufri� una reducci�n del nombre, Beni, por comodidad a la hora de llamarla.
Ambas eran mestizas de la "Casa de Caridad" y un a�o menores que Manuelita y
Tinta. Bea y Beni hab�an sido adquiridas un mes antes y formaban parte de la
legi�n de saloneras dom�sticas de la mansi�n.



Clara se acababa de despertar. Eran las once de la ma�ana y
por ella hubiera seguido durmiendo unas cuantas horas m�s. Viv�a en tal grado de
indolencia que cada d�a se encontraba m�s perezosa. No hac�a nada por si misma
si pod�an hacerlo sus criaditas. Manuelita y Bea viv�an constantemente
pendientes de las necesidades y deseos de su ama.


Se incorpor� en la cama y se recost� en el cabezal. A su
lado, arrodilladas en la alfombra de cama, ten�a a sus dos criadas. Le gustaba
verlas all� al despertarse, prestas a atender el menor de sus caprichos.



"Buenos d�as se�orita Clara � cantaron las dos mestizas al
un�sono, lo que hizo esbozar una sonrisa en el lindo rostro de la joven."



"Bea, zumo de naranja y una tostada con mantequilla... no
tengo mucha hambre y adem�s es muy tarde para un desayuno completo... � orden�
Clara."



A los primeros signos de que la se�orita iba a despertar,
Manuelita hab�a bajado a la cocina a toda pastilla a buscar la bandeja de su
desayuno. El olor de los alimentos reci�n cocinados hab�a llenado el ambiente de
la gran habitaci�n. Bea le sirvi� un vaso de zumo y unt� una tostada que puso en
un platillo y lo acerc� todo a su ama. Mientras se comi� la tostada, Bea mantuvo
el platillo por debajo de su ment�n para que ninguna miga de pan se colase en el
lecho. Terminado el frugal desayuno se incorpor� y se sent� en el borde de la
cama. Bea y Manuelita le calzaron las zapatillas.



"Estoy pensando qu� hacer con todo lo que ha sobrado de mi
desayuno � coment� ret�ricamente Clara mientras se dirig�a al ba�o y esbozaba
una sonrisa que las mestizas no pod�an ver."



"Me ha parecido o�r a los perros que volv�an de cazar �
sigui� con su juego una vez se hubo sentado en el inodoro � igual les gustan los
huevos revueltos � se ri� Clara."



Las mestizas estaban a sus pies, esperando para atenderla.
Sus rostros revelaban incertidumbre. La se�orita sol�a dejarles siempre las
sobras de sus comidas de manera que pudieran completar la parca y aburrida dieta
que se serv�a a las dom�sticas en la hacienda. Ser�a por lo inusual de haber
comido tan poco y que quedaran tantas sobras lo que hab�a empujado a Clara a
realizar aquella especie de juego con sus criadas.


Las ni�as oyeron el ruido de los chorros de orina al golpear
contra la loza. Momentos despu�s vieron el cuerpo de la se�orita contraerse
ligeramente y oyeron el ruido sordo que hicieron las heces s�lidas al chapotear
contra el agua del fondo del inodoro. El olor caracter�stico de las materias
fecales inund� r�pidamente el ambiente del aseo.


Clara se levant� y se qued� con las piernas bien abiertas.
Mir� a las dos mestizas antes de decidir.



"Manuelita l�mpiame el pipi... y t�, Bea, l�mpiame por
detr�s."



Las dos mestizas se irguieron y metieron sus caritas entre
los muslos abiertos de Clara, una por delante y la otra por detr�s. Abrieron la
boca y sacaron su lengua. Instantes despu�s los orificios de salida de Clara
estaban siendo rastreados por las lenguas de las dos criadas.


Clara se tuvo que sujetar a la pared que hab�a a un lado del
inodoro. Sent�a las lenguas vivas de aquellas dos pobres muchachas penetrarla y
limpiarla a la vez. Se le puso la piel de gallina en pocos segundos y comenz� a
gemir. Pas� de continuar con su aseo. Se fue hacia la cama.



"Venga, venid, acabad de limpiarme."



Se hab�a puesto a cuatro patas sobre el borde de su cama,
exponiendo de manera clara sus orificios, ahora parcialmente limpios. Bea y
Manuelita tuvieron que compartir el espacio para poder meter sus caras tras el
culo de la se�orita y as� poder llegar a sus maculados agujeros.


En cuesti�n de minutos Clara comenz� a gemir. Grit� de placer
aunque ten�a la cara apoyada sobre un almohad�n que amortiguaba sus aullidos de
placer. A la vez mov�a el culo de un lado a otro al tiempo que las mestizas se
ve�an obligadas a seguir ese movimiento para que sus lenguas no perdieran
contacto con los agujeros que deb�an penetrar y ensalivar. Al final un sordo y
prolongado aullido avis� a las mestizas que la se�orita estaba totalmente
atrapada por el placer y ahora solo deb�an limitarse a dar ligeras leng�etadas,
cada una al agujero que les hab�a asignado.


Clara acab� tendida en la cama, desnuda, totalmente exhausta,
agotada de placer y con las piernas bien separadas.



"Poned la bandeja del desayuno en el suelo. Pod�is comeros
las sobras � dijo Clara cuando pudo girar la cara y apoyar la mejilla sobre la
almohada."



A Bea y Manuelita se les iluminaron los rostros a�n sucios
por el trabajo de higiene �ntima que acababan de llevar a cabo sobre la concha y
el ano de la se�orita.


En la habitaci�n, durante diez minutos s�lo se oyeron los
gemidos que Clara segu�a soltando y el ruido que hac�an las mestizas al masticar
y tragar, arrodilladas en el suelo frente a la bandeja del desayuno de la
se�orita. Los alimentos estaban ya fr�os, pero para ellas era un banquete de lo
m�s inusual.









Tinta y Beni no hab�an tenido tanta suerte. Les hab�a tocado
servir a la m�s d�spota de las dos hermanas. Anal�a, desde el mismo d�a en que
tom� posesi�n de sus dos criaditas hab�a dado rienda suelta a su despotismo. Al
igual que Clara, disfrutaba usando su poder, pero si Clara se contentaba con
humillar a sus mestizas, con usarlas de manera humillante, Anal�a se regocijaba
si adem�s las ve�a sufrir. Para la menor de las dos hermanas poder decidir un
castigo para sus criadas era la m�xima expresi�n de poder. Sus antepasados, 200
a�os antes, en esa misma hacienda hab�an pose�do centenares de esclavos, como
toda la clase latifundista del pa�s. Desde luego a la aristocracia actual le
hab�an quedado muchos tics y reminiscencias de sus esclavistas antepasados, algo
que adem�s fomentaba la vigente legislaci�n contra los ind�genas y mestizos, que
facilitaba a las familias pudientes, salvando las distancias, rememorar los
viejos tiempos de la esclavitud. Entre sus miembros, los de la aristocracia
terrateniente, quien m�s quien menos llevaba en sus genes la arrogancia, la
altivez y el ansia de poder de sus antepasados, pero Anal�a en concreto era un
caso exagerado. Gozaba leyendo cr�nicas de los tiempos de la esclavitud en su
pa�s y disfrutaba rebuscando entre los legajos de la biblioteca de la hacienda
documentos de la �poca que hac�an referencia a la vida cotidiana insignes
predecesores. En esa misma inmensa biblioteca familiar hab�a muchos cuadros de
la �poca, pero hab�a uno que la fascinaba sobremanera. Era un lienzo enorme de
una de sus tatarabuelas cuando contaba m�s o menos 25 a�os. Se trataba de una
mujer de esplendorosa belleza que estaba vestida con una especie de chal largo
de plumas que se limitaba a tapar escasamente sus senos y su bajo vientre. Se
hallaba recostada en una hamaca y reposaba sus pies descalzos sobre el vientre
de una esclava negra que aparentaba poco m�s de 12 o 14 a�os. La digna se�ora
sosten�a en una mano un inmenso l�tigo y ten�a la mirada perdida al frente, en
direcci�n al pintor, mientras que la ni�a esclava, en el suelo bajo sus pies,
parec�a contemplar embelesada a su ama.


Ese cuadro la turbaba y enso�aba constantemente que esa
altiva dama era en realidad ella misma, m�xime cuando el parecido entre
antepasado y descendiente era asombroso. Anal�a, que estaba interesad�sima en
conocer cuantos detalles pudiese de la historia de madame Sonja Valembrun, la
mujer del cuadro que tanto la fascinaba, siempre le ped�a a su madre, do�a
Adriana, que le contara historias y an�cdotas de ella. La historia de madame
Sonja hab�a pasado de boca en boca, siempre custodiada por las diferentes
mujeres de la familia que hab�an ido transmiti�ndola a sus herederas.


Anal�a se hab�a pasado horas escuchando de boca de su madre
lo que hab�a llegado hasta ella de la suya y que �sta escuch� de la suya y
aquella de la suya y as� sucesivamente hacia atr�s hasta el origen de lo que ya
era una leyenda. Leyenda por las especiales caracter�sticas de aquella altiva y
cruel mujer y por que hab�a fascinado tanto a las mujeres de las sucesivas
generaciones que la hab�an seguido que seguro que cada una de ellas hab�a
aportado al relato algo que posiblemente sucedi� m�s en la imaginaci�n de quien
relataba que en la realidad estricta. Leyenda o realidad lo que s� era seguro
que en la familia por parte de madre madame Sonja Valembrun hab�a sido y
seguir�a siendo un mito que segu�a fascinando.


La tal Sonja era de origen franc�s, de Nantes concretamente,
y cas� con un espa�ol afincado en las Indias Occidentales tras conocerse en el
propio Nantes, puerto negrero, donde hab�a ido a contratar un buque que le
suministrase cien esclavos para su reci�n adquirida plantaci�n. El espa�ol no
quer�a quedarse a esperar en el puerto colonial y comprar lo que cualquiera de
los m�ltiples negreros transportase a un precio desorbitado, teni�ndose que
quedar lo que fuese, as� que viaj� a Nantes para controlar su pedido y controlar
desde la misma costa africana el tipo de esclavos que quer�a, que necesitaba.


All� conoci� a Sonja, en una recepci�n ofrecida por el padre
de ella, armador de buques dedicados a la trata. El que ser�a marido de Sonja
hizo tratos con el que ser�a su suegro, quien le invit� a permanecer en su
hacienda mientras se hac�an los preparativos de la expedici�n. En la fiesta de
la recepci�n qued� flechado de amor por Sonja y en el curso de su estancia, de
algo menos de un mes, tuvo oportunidad de enamorarse perdidamente y locamente de
ella. �l ten�a casi treinta a�os y ella a punto estaba de cumplir los veinte. El
espa�ol, don Horacio de las Rozas, hombre culto y educado, sucumbi� ante la
incre�ble hermosura y aparente fragilidad de la francesita. Antes de finalizar
los preparativos de la expedici�n se casaron y Sonja parti� rumbo a las am�ricas
previo paso por las costas africanas. La idea inicial de don Horacio era
adquirir 100 esclavos, repartidos entre machos, hembras e infantes, con la
intenci�n de tener lo que necesitaba su plantaci�n de mano de obra y con la
perspectiva de hacer crecer su capital humano mediante la reproducci�n natural.
Hombre nada dado a los excesos y de buen coraz�n, ve�a la esclavitud como se
ve�a en su �poca, algo natural, sancionado incluso por la santa madre iglesia y
un mal menor puesto que arrancando a aquellos infelices de su atrasada tierra, a
la vez que se beneficiaba su econom�a pod�a proporcionar a las v�ctimas la fe
que los paganos reyezuelos que los gobernaban les negaban.


A diferencia de otros compatriotas suyos de la �poca, don
Horacio quiso que el transporte por barco fuera lo menos penoso para los
esclavos y busc� un bajel en el que a pesar de tener que viajar en las bodegas,
al menos tuvieran un m�nimo de espacio vital para que no enfermaran y que su
carga pudiera llegar sin el t�pico 20 o 30 por ciento de merma que era usual en
los dem�s buques negreros. Pero Sonja no se lo permiti�. Horacio, a exigencia
suya, tuvo que adquirir 100 esclavos m�s, b�sicamente hembras y ni�os que iban a
constituir su servicio personal y ser parte de su dote.


Durante la traves�a del atl�ntico hacia tierras de Am�rica,
Sonja ya dio muestras de su car�cter cruel. En su lujosa cabina instalada en el
castillo de popa, regalo de su padre el armador, se instal� con diez de sus
reci�n adquiridas esclavas. Cada vez que Horacio iba a visitar a su esposa a sus
lujosas dependencias la encontraba l�tigo en mano y alguna pobre infeliz esclava
desangr�ndose en el suelo con la espalda destrozada. Horacio, hombre poco dado a
la violencia con los esclavos intentaba razonar con su esposa, aconsej�ndola que
sacar�a m�s provecho de sus esclavas si las trataba con dulzura en lugar de a
latigazos.



"Pero Sonja, mujer, esas pobres muchachas no hablan para nada
nuestra lengua, es normal que no te obedezcan, pero no lo hacen por malicia,
sencillamente no te entienden. Adem�s est�n aterrorizadas, las hemos arrancado
de su tierra, de sus familias, de sus costumbres... Ens��ales poco a poco,
tr�talas con comprensi�n y ver�s como bien pronto tendr�s unas esclavas sumisas
y obedientes que te adoraran � intentaba razonar Horacio con su joven esposa."



Pero Sonja no ve�a las cosas del mismo modo. La altiva
francesita hizo caso omiso de las reflexiones de su marido, a quien comenzaba a
considerar d�bil de car�cter y continu� con sus brutales m�todos. A la semana de
viaje no hab�a ninguna de sus esclavas que no hubiera sido azotada por ella.
Harta de azotarlas hasta cansarse decidi� mostrarse m�s cruel. Una ma�ana
soleada se instal� en el exterior del castillo de popa, bajo un toldo que la
proteg�a del sol. La mariner�a, con su capit�n incluido asistieron a los
b�rbaros m�todos de la hija del armador.


Sonja estaba sentada en una silla que parec�a un trono, como
una diosa. SE hallaba descalza y reposaba los pies desnudos sobre el cuerpo de
la m�s ni�a de sus esclavas. El resto de sus esclavas estaban alineadas frente a
ella. Sonja hizo se�as a una de ellas para que se acercara. Era una muchachita.
La esclava temblaba de miedo, se arrodill� frente a su ama y esper�.



"B�same los pies, esclava � le orden� Sonja a la ni�a."



Como la peque�a no reaccionaba a su orden, tras dejar pasar
medio minuto escaso le orden� al capit�n.



"C�rtele una oreja a la esclava."



"A sus �rdenes, madame � replic� entusiasmado el capit�n que
en sus m�ltiples viajes como negrero hab�a asistido a espect�culos tanto o m�s
espeluznantes que aqu�l."



El capit�n mismo tom� a la chiquilla, la at� al palo de
mesana y con su afilada daga le reban� una oreja. Los alaridos de la peque�a se
oyeron por todo el buque, de tal manera que despert� a Horacio que a�n dorm�a en
su camarote. Sali� raudo a cubierta y vio el horrible espect�culo de la negrita
sangrando y berreando. Su esposa le orden� al capit�n que cauterizara la herida
con un hierro al rojo, tras lo que la esclava perdi� el conocimiento.


Sonja entonces llam� a la siguiente esclava que tambi�n se
arrodill� a sus pies.



"B�same los pies, esclava � repiti� Sonja la misma orden que
hab�a dado momentos antes."



La negra tampoco supo reaccionar. Todas sab�an que las
palabras eran las mismas pero no comprend�an su significado. La esclava se puso
a llorar, angustiada cuando oy� a su due�a llamar al capit�n, a quien dio la
misma orden, cortarle la oreja a la esclava.


Horacio se acerc� a su esposa y le suplic� que no prosiguiera
con aquella org�a de sangre y dolor.



"Calla Horacio, eres d�bil. Ver�s como obedecer�n tarde o
temprano. Todas recibir�n la misma orden y todas correr�n la misma suerte si no
saben obedecerla. Cuando haya acabado la primera ronda continuar� con la primera
esclava y si no obedece har� que le corten la otra oreja. Una esclava tiene
muchas partes prescindibles de su cuerpo y te aseguro que antes de lo que crees
ser� obedecida � respondi� altiva Sonja."



Hasta siete esclavas perdieron una oreja aquella soleada
ma�ana. La que hac�a ocho, m�s atrevida o decidida que sus anteriores compa�eras
se la jug�. En su tierra tambi�n hab�a esclavitud y sab�a que muchos amos
exig�an a sus esclavos un tributo en forma de humillaci�n. Adem�s el hecho de
estar descalza, sentada en un trono y tener sus plantas apoyadas sobre el cuerpo
de una de las esclavas, le sugiri� que deb�a humillarse. La negra, una de las
m�s j�venes y avispadas de las esclavas humill� la cabeza cuando recibi� la
orden de besarle los pies y acerc� sus labios a los hermosos dedos de los pies
de su ama.


Una salva de aplausos de la mariner�a atron� en mar abierto.
Sonja estaba radiante, orgullosa. Mir� a su esposo que permanec�a contrito a su
lado, aunque aliviado al ver que iba a poner punto final a aquella tortura
colectiva.


Sonja hizo pasar al resto de sus esclavas y a todas repiti�
la orden. Todas le besaron los pies, algunas incluso se mostraron m�s sumisas
para agradarla y adem�s de besarlos pasaron su lengua por ellos.



Instalados ya en la plantaci�n de Horacio, Sonja se convirti�
en una pesadilla para los esclavos, no solo para las esclavas de su absoluta
propiedad si no para todos los esclavos de la plantaci�n. Sus caprichos eran
�rdenes que hab�a que cumplir en el acto. Gustaba de pasearse entre los esclavos
y aqu�l que osaba mantener la cabeza alta, al que sorprend�a mir�ndola mandaba
que fuera azotado en el acto, eso si no ten�a el d�a malhumorado lo que se
traduc�a en espantosas y crueles mutilaciones.


Horacio se ve�a incapaz de hacer nada. Odiaba la crueldad de
su esposa pero la amaba tanto, estaba tan rendido a su belleza que no osaba
siquiera intentar convencerla de que modificase su actitud ya que en las
ocasiones que lo hab�a intentado s�lo hab�a conseguido enfadarla y en
consecuencia a�n lo pagaban m�s los esclavos.


Cuando no estaba paseando por los campos, permanec�a en la
casa donde reinaba con absoluto despotismo sobre su corte privada de servidoras
negras. Todas entend�an ya sus �rdenes caprichosas, no en vano hab�an aprendido
la lengua de su ama bajo el terror del l�tigo o de castigos infames, pero la
crueldad de Sonja no parec�a conocer l�mites. En una ocasi�n ella misma le cosi�
los labios a una de sus doncellas por que hab�a osado chillar cuando le estaba
pegando con su zapato en la cara. En uno de los golpes le salt� un ojo con el
afilado tac�n de su escarp�n y como la esclava no paraba de aullar a
consecuencia del p�nico y el dolor le cosi� los labios con la ayuda de dos de
sus m�s entregadas esclavas que se la sujetaron firmemente mientras hac�a pasar
la aguja enhebrada por los sensibles y gruesos belfos de la pobre infeliz.


En otra ocasi�n que daba una fiesta a los plantadores de la
colonia, mand� asar viva a la cocinera porque uno de los platos no hab�a sido de
su gusto.


La lista de atrocidades no ten�a fin. Pas� veinticinco a�os
reinando como una diosa cruel sobre sus esclavas y esclavos y ni siquiera los
ni�os escaparon a su inmensa crueldad. Se cuenta que el d�a que le ofrendaron el
cuerpo de un esclavo reci�n nacido para cumplir con el ritual de posar sus pies
sobre su vientre en se�al de que le pertenec�a, al ver que su piel era m�s clara
de lo que cab�a esperar de la uni�n de dos negros, mont� en c�lera y pisote� el
cuerpecillo del esclavito hasta producirle espantosas heridas de los que no se
recuper�.


Una pulmon�a se la llev� al otro mundo a los cuarenta y cinco
a�os de edad. Los esclavos lo celebraron por todo lo alto, pero el mito hab�a
nacido.



Para Anal�a, Sonja era la imagen del poder absoluto y le
gustaba recrearse en la visi�n de sus crueldades.


Anal�a obtuvo el permiso de su madre para hacerse retratar de
la misma manera que lo hab�a hecho Sonja. Se hizo confeccionar una estola de
plumas del mismo color y recostada en una hamaca descans� los pies sobre el
vientre de Jacinta.


El pintor tard� una semana en terminar el cuadro que ahora
luc�a en el frontis de su alcoba.



Anal�a gozaba sinti�ndose poderosa y para ello necesitaba
sobre qui�n ejercer su poder. Tinta y Beni le sirvieron para satisfacer sus
reminiscencias coloniales.


Al igual que su hermana Clara iba siempre armada con una
l�tigo de montar en una mano, pero a diferencia de Clara, que no lo usaba contra
sus criadas m�s que para se�alar cosas con �l o como mucho para golpearlas sin
demasiada crueldad, Anal�a no dudaba en azotar a las suyas por el m�s m�nimo
error y ella s� azotaba con fuerza.



En las escasas ocasiones en que Manuelita pod�a departir con
su amiga Tinta, �sta le contaba lo desgraciada que se sent�a.



"Ay Manuelita, qu� suerte has tenido con tu amita. Mi ama es
un monstruo, mira mi espalda � le dijo en una de esas pocas ocasiones que se
vieron a solas � mira cuantos latigazos."



Manuelita se apen� realmente. La espalda de su amiga estaba
surcada por un gran n�mero de rallas moradas, moretones y verdugones. Las m�s
recientes ten�an un tono p�rpura, como brillante.


Enseguida tuvieron que separase, Anal�a y Clara acababan de
llegar. Con ellas iban Beni y Bea. Clara se dirigi� hacia el sal�n con Bea y
Anal�a llam� a Tinta para ir a sus aposentos. Por las escaleras la ri�� porque
la hab�a sorprendido hablando con otra criada en lugar de salir a recibirla.



"Manuelita... ven aqu� � oy� que la llamaba su ama que
acababa de sentarse en el sill�n frente al hogar."



Manuelita se acerc� y se arrodill� frente a ella como era
preceptivo. Bea estaba a cuatro patas y Clara, con las piernas extendidas las
descansaba sobre su espalda.



"Estoy molida, Manuelita, s�came los zapatos, cari�o y
d�selos a Bea para que me los vaya limpiando."



"S� se�orita."



A Manuelita le gustaba Clara. La pegaba poco y cuando estaba
de buen humor incluso la trataba con dulzura.



"Oooh, refr�scame los pies Manuelita, los tengo que me
arden... hemos andado m�s de una hora... � orden� Clara una vez que la criadita
la hubo sacado los elegantes escarpines negros de tac�n."



"S� se�orita."



Manuelita acerc� su rostro a las plantas de los pies de su
ama. Clara ten�a unos pies perfectos. La mucama not� en su nariz el aroma c�lido
que proven�a de aquellos pies cansados. Lejos de desagradarle, a Manuelita le
gustaba el olor de los pies de su ama, no le resultaba para nada ofensivo. Sac�
la lengua y la pas� por las plantas de la amita, desde el tal�n hasta los dedos
de los pies. Primero un pie, luego el otro, su lengua dej� un rastro de humedad
en los pies de Clara. Luego aspir� aire hasta llenarse los pulmones a tope y lo
expuls� suavemente por la boca frunciendo los labios. Clara movi� los deditos
para que el aire de los pulmones de su criada le llegara di�fano a todos los
rincones de sus pies. El contacto del aire sobre sus pies mojados por la saliva
de Manuelita produc�a un efecto refrescante inmediato.



"Uhmmm... c�mo me gusta Manuelita... entre los deditos,
m�teme la lengua entre los deditos Manuelita... uhmmm... qu� rico."



Mientras Manuelita aliviaba el ardor de los pies de Clara,
Bea ten�a que limpiarle los zapatos. Como estaba colocada a cuatro patas para
que su espalda sirviera para que Clara le apoyara los pies, Bea cogi� uno de los
zapatos y se lo aproxim� a la boca para limpiarlo con la lengua.










Pas� otro a�o m�s. Anal�a ya hab�a cumplido los 15 y Clara
los 17. Ambas, cada una con su estilo, eran hermosas. Las criadas, que ya
estaban entro los catorce y los quince a�os, a consecuencia de la parca
alimentaci�n parec�an poco desarrolladas al lado de sus se�oritas. Las dos
arrogantes jovencitas usaban la necesidad de alimento de sus criaditas para
ejercer su poder. Clara, como siempre de forma comedida, pero Anal�a encontraba
un placer especial en castigar una falta con la privaci�n de una o varias
comidas. Las criadas ten�an una dieta pobre, escasa e ins�pida que pod�an comer
despu�s de haber atendido a las se�oritas durante su comida. Ten�an cinco
minutos para comer en la cocina aquel mejunje para animales. Todo el contacto
con la comida tradicional lo ten�an en las sobras que las se�oritas les dejaban.


Clara com�a menos que Anal�a y por tanto sus criadas ten�an
la oportunidad de poder disfrutar de sabores que no entraban en su dieta formal.
Por su parte Anal�a era mucho m�s glotona, por lo que sus sirvientas ten�an
menos oportunidad de complementar su infausta dieta.



Clara era m�s permisiva y tolerante con sus servidoras en la
intimidad, pero a la hora de las comidas, quiz�s por la presencia de su madre o
por rivalizar con su hermana peque�a, se comportaba de manera m�s rigurosa. Si
una de sus criadas comet�a alg�n error mientras la serv�a en la mesa la
castigaba sin sobras. La mandaba bajo la mesa a limpiarle los zapatos y o
acariciarle los pies. Lo que nunca hac�a era dejarlas sin su raci�n de rancho,
pues aunque ins�pido y de poco atractivo para el paladar les aportaba un m�nimo
de nutrientes que Clara consideraba esencial. Sin embargo Anal�a, adem�s de
negarles las sobras si no se portaban a su gusto tambi�n las privaba de
cualquier otro alimento.



"Emilia... dile a la cocinera que Tinta est� castigada sin
comer nada hasta nueva orden � dec�a cuando su escasa paciencia se ve�a rebasada
por la ineptitud o incompetencia, a su peculiar juicio, de alguna de sus
siervas."



Cuando las se�oritas y la se�ora terminaban su comida, las
criadas, excepto si alguna hab�a sido castigada sin sobras, pon�an los restos de
los platos de sus amas en escudillas y se los com�an en la cocina junto con sus
gachas de rancho.



Anal�a encontraba un placer especial en decidir quien com�a y
quien no. Comer era un acto que no le supon�a ninguna preocupaci�n. Ella ten�a
siempre el plato en la mesa tres veces al d�a, sin molestarse en nada, pero para
sus criadas, aquel derecho b�sico de las personas, se convert�a en una lucha
diaria. A parte de bofetadas, latigazos, insultos y patadas que les llov�an por
la menor falta, sab�an que en el momento del condumio hab�an de esperar la
gracia de su ama. Ella decid�a, seg�n su humor y su peculiar sentido de la
justicia cual de sus siervas comer�a y cual no.


Este estilo de hacer las cosas hab�a llevado a que entre
Tinta y Beni naciera una especie de rencor soterrado pues cuando una de ellas
era castigada sin sobras quer�a decir que la otra comer�a el doble. Llevaban ya
m�s de dos a�os conviviendo con esta manera de gobernarlas por parte de su ama y
hab�a generado entre las muchachas un cierto regusto en su relaci�n personal.



Anal�a se sent�a como una diosa cuando decid�a que una de sus
criadas no iba a comer, ni sus sobras ni el escaso e infame rancho. Una vez tuvo
a Tinta cuatro d�as sin comer. La pobre muchacha parec�a un alma en pena. Cada
ma�ana Anal�a la obligaba a mantenerle a pulso la bandeja de su desayuno para
que el aroma de los alimentos la mortificara.



"�Tienes hambre? � le preguntaba para mortificarla.



"S� se�orita Anal�a, mucha hambre."



"Pues hoy tampoco comes."



A la tercera ma�ana Tinta se puso a llorar tras la conocida
respuesta de la se�orita. Tras vestirla se arroj� a sus pies y le suplic� que la
perdonara, que no pod�a m�s. Anal�a ni la mir�. Tinta pas� el d�a dando tumbos
de aqu� para all�. Estaba torpe y recibi� muchas bofetadas de su ama. A Anal�a
le gustaba pegarles en la cara, con la mano abierta. Les pegaba unas bofetadas
tremendas. Sab�a que aquella manera de castigarlas las humillaba mucho. Anal�a
se ceb� ese d�a: "Tr�eme esto..., ponme aquello..., ponme las zapatillas...,
ac�rcame la revista... arrod�llate..., lev�ntate..., tengo sed..., quiero
bombones..., ponme las botas..., arrod�llate..., lev�ntate..., tr�eme la
fusta..." As� todo el d�a. Una orden tras otra. La pobre Tinta estaba desmayada
de hambre, confusa. A cada m�nima torpeza, PLAFFF, una bofetada. Esa noche
Anal�a, para rematarla la castig� con hacerle una vigilia. Tinta se dorm�a por
los rincones de la habitaci�n. Se mare� y por poco no se desmaya. Pas� la peor
noche de su vida, mientras ve�a a la amita roncar pl�cidamente en su cama y a
Benita descansar en el duro suelo a los pies de la cama. �C�mo envidiaba el duro
suelo! A la ma�ana siguiente, la cuarta de ayuno, s�lo le permiti� beber agua
durante los d�as que dur� el castigo, se repiti� la pregunta mientras Anal�a
desayunaba.



"Tienes hambre?"



"S� se�orita."



"Pues hoy tampoco comes."



El mundo se le vino abajo a Tinta. Rompi� a llorar all�
mismo.


Tinta sirvi� a la hora de la comida a su amita en la mesa
como de costumbre. Cuando termin� de comer, Anal�a tom� su plato y vaci� las
sobras sobre el suelo.



"Te levanto el castigo. Puedes comer, pero no quiero ver ni
rastro en el suelo."



Tinta cay� de bruces y se puso a devorar las sobras que hab�a
esparcidas en el suelo. Luego lami� el piso hasta hacer desaparecer el m�s
m�nimo rastro de comida.










Manuelita ten�a unas facciones muy lindas y a pesar de las
penosas condiciones de vida manten�a un cuerpo agradable a la vista, un poco
delgado pero ten�a unas buenas tetas. Clara segu�a con la costumbre de dejar la
higiene �ntima en manos de sus siervas, mejor dicho de sus lenguas. A Manuelita
le gustaba cada d�a m�s tener la cara entre las piernas de su ama.



Clara estaba desnuda sobre la cama, con la espalda recostada
en el cabezal, las piernas dobladas por las rodillas y bien separados los
muslos. A sus 17 a�os ten�a un cuerpo de bandera. Varios moscones la rondaban
pretendiendo su amor y ella se dejaba suplicar pero sin dar nada a cambio.



Acababa de llegar de una fiesta que hab�a tenido lugar en una
hacienda vecina. Clara se hab�a llevado a Manuelita. En una fiesta en que se
citaban las m�s ricas herederas de la zona todas las muchachas asist�an con su
doncella, era un signo de ostentaci�n que las prestigiaba. En la fiesta se
hab�an dado cita una docena de las m�s bellas y ricas casaderas, todas entre los
17 y los 20 a�os. Estaban espl�ndidas, bell





Relato: Ana Manuela
Leida: 138veces
Tiempo de lectura: 44minuto/s





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