Relato: Apuntes: Otras plumas (18)





Relato: Apuntes: Otras plumas (18)

La sal de sus l�grimas

por Mario Vargas Llosa *


Justiniana ten�a los ojos como platos y no dejaba de accionar. Sus manos
parec�an aspas:



��El ni�o Alfonso dice que se va a matar! �Porque usted ya no lo quiere, dice!
�pesta�eaba, aterrada�. Est� escribi�ndole una carta de despedida, se�ora.



��Es este otro de los disparates que...? �balbuce� Do�a Lucrecia, mir�ndola por
el espejo del tocador�. �Tienes pajaritos en la cabeza, no?



Pero la cara de la mucama no era de bromas y do�a Lucrecia, que estaba
depil�ndose las cejas, dej� caer la pinza al suelo y sin preguntar m�s ech� a
correr escaleras abajo, seguida por Justiniana. La puerta del ni�o estaba
cerrada con llave. La madrastra toc� con los nudillos: �Alfonso, Alfonsito�. No
hubo respuesta ni se oy� ruido dentro.



��Foncho! �Fonchito! �insisti� do�a Lucrecia tocando de nuevo. Sent�a que la
espalda se le helaba�. ��breme! �Est�s bien? �Por qu� no contestas? �Alfonso!



La llave gir� en la cerradura, chirriando, pero la puerta no se abri�. Do�a
Lucrecia trag� una bocanada de aire. El suelo era otra vez s�lido bajo sus pies,
el mundo se reordenaba despu�s de haber sido un resbaladizo tumulto.



�D�jame sola con �l �orden� a Justiniana.



Entr� al cuarto, cerrando la puerta a su espalda. Hac�a esfuerzos por reprimir
la indignaci�n que iba gan�ndola, ahora que hab�a pasado el susto.



El ni�o, todav�a con la camisa y el pantal�n del uniforme del colegio, estaba
sentado en su mesa de trabajo, la cabeza baja. La alz� y la mir�, inm�vil y
triste, m�s bello que nunca. A pesar de que a�n entraba luz por la ventana,
ten�a encendida la lamparilla y en el dorado redondel que ca�a sobre el secante
verdoso do�a Lucrecia divis� una carta a medio hacer, la tinta todav�a
brillando, y un lapicero abierto junto a su manecita de dedos manchados. Se
acerc� a pasos lentos.



��Qu� est�s haciendo? �murmur�.



Le temblaban la voz y las manos, su pecho sub�a y bajaba.



�Escribiendo una carta �repuso el ni�o en el acto, con firmeza�. A ti.



��A m�? �sonri� ella, tratando de parecer halagada�. �Ya puedo leerla?



Alfonso puso su mano encima del papel. Estaba despeinado y muy serio.



�No todav�a. �En su mirada hab�a una resoluci�n adulta y su tono era
desafiante�. Es una carta de despedida.



��De despedida? Pero �acaso te vas a alguna parte Fonchito?



�A matarme �Lo oy� decir do�a Lucrecia, mir�ndola fijo, sin moverse. Aunque,
despu�s de unos segundos, su compostura se quebr� y se le aguaron los ojos�:
Porque t� ya no me quieres, madrastra.



O�rselo decir de esa manera, entre adolorida y agresiva, con la carita
torci�ndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de
amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantal�n
corto, desarm� a do�a Lucrecia. Permaneci� muda, boquiabierta, sin saber qu�
responder.



�Pero, qu� tonter�as est�s diciendo, Fonchito �murmur� al fin, sobreponi�ndose
s�lo a medias�. �Que yo no te quiero? Pero, coraz�n, si t� eres como mi hijo. Yo
a ti...



Se call�, porque Alfonso, dejando caer su cuerpo sobre ella y abraz�ndose de su
cintura rompi� a llorar. Sollozaba, con la cara aplastada contra el vientre de
do�a Lucrecia, su peque�o cuerpo conmovido por los suspiros y con un jadeo
ansioso de cachorrito hambriento. Era un ni�o, ahora s�, no hab�a duda, por la
desesperaci�n con que lloraba y el impudor con que exhib�a su sufrimiento.
Luchando para no dejarse vencer por la emoci�n que le cerraba la garganta y
hab�a ya mojado sus ojos, do�a Lucrecia le acarici� los cabellos. Confundida,
presa de sentimientos contradictorios, lo escuchaba desahogarse, balbuciendo sus
quejas.



�Hace d�as que no me hablas. Te pregunto algo y te das vuelta. Ya no me dejas
que te bese ni para los buenos d�as ni las buenas noches y cuando regreso del
colegio me miras como si te molestara verme entrar a la casa. �Por qu�
madrastra? �Yo qu� te he hecho?



Do�a Lucrecia lo contradec�a y lo besaba en los cabellos. No, Fonchito, nada de
eso es verdad. �Qu� susceptibilidades eran �sas, chiquit�n! Y, buscando la forma
m�s atenuada, trataba de explic�rselo. �C�mo no lo iba a querer! �Much�simo,
corazoncito! Pero si viv�a pendiente de �l para todo y lo ten�a siempre en la
mente cuando �l estaba en el colegio o jugando al f�tbol con sus amigos.
Ocurr�a, simplemente, que no era bueno que fuera tan pegado a ella, que se
desviviera en esa forma por su madrastra. Pod�a hacerle da�o, zoncito, ser tan
impulsivo y vehemente en sus afectos. Desde el punto de vista emocional, era
preferible que no dependiera tanto de alguien como ella, tan mayor que �l. Su
cari�o, sus intereses deb�an compartirse con otras personas, volcarse sobre todo
en ni�os de su edad, sus amiguitos, sus primos. As� crecer�a m�s pronto, con una
personalidad propia, as� ser�a el hombrecito de car�cter del que ella y don
Rigoberto se sentir�an despu�s tan orgullosos.



Pero, mientras do�a Lucrecia hablaba, algo en su coraz�n desment�a lo que iba
diciendo. Estaba segura de que el ni�o tampoco le prestaba atenci�n. Acaso ni la
o�a. �No creo una palabra de lo que le digo�, pens�. Ahora que sus sollozos
hab�an cesado, aunque a�n lo sobrecog�a de tanto en tanto un hondo suspiro,
Alfonsito parec�a concentrado en las manos de su madrastra. Se las hab�a cogido
y las besaba despacito, t�midamente, con unci�n. Luego, mientras se las frotaba
contra la mejilla satinada, do�a Lucrecia lo escuch� murmurar quedo, como si se
dirigiese s�lo a los dedos afilados que apretaba con fuerza: �Yo a ti te quiero
mucho, madrastra. Mucho, mucho... Nunca m�s me trates as�, como en estos d�as,
porque me matar�. Te juro que me matar�.



Y, entonces fue como si dentro de ella un dique de contenci�n s�bitamente
cediera y un torrente irrumpiera contra su prudencia y su raz�n, sumergi�ndolas,
pulverizando principios ancestrales que nunca hab�a puesto en duda y hasta su
instinto de conservaci�n. Se agach�, apoy� una rodilla en tierra para estar a la
misma altura del ni�o sentado y lo abraz� y lo acarici�, libre de trabas,
sinti�ndose otra y como en el coraz�n de una tormenta.



�Nunca m�s �repiti�, con dificultad, pues la emoci�n apenas le permit�a
articular las palabras�. Te prometo que nunca m�s te tratare as�. La frialdad de
estos d�as era fingida, chiquit�n. Qu� tonta he sido, queri�ndote hacer un bien
te hice sufrir. Perd�name coraz�n...



Y, al mismo tiempo, lo besaba en los alborotados cabellos, en la frente, en las
mejillas, sintiendo en los labios la sal de sus l�grimas. Cuando la boca del
ni�o busc� la suya, no se la neg�. Entrecerrando los ojos se dej� besar y le
devolvi� el beso. Luego de un momento, envalentonados, los labios del ni�o
insistieron y empujaron y entonces ella abri� los suyos y dej� entrar una
nerviosa viborilla, torpe y asustada al principio, luego audaz, visitara su boca
y la recorriera, saltando de un lado a otro por sus enc�as y sus dientes, y
tampoco retir� la mano que, de pronto, sinti� en uno de sus pechos. Repos� all�
un momento, quieta, como tomando fuerzas, y despu�s se movi� y, ahuec�ndose, lo
acarici� en un movimiento respetuoso, de presi�n delicada. Aunque, en lo m�s
profundo de su esp�ritu, una voz la urg�a a levantarse y partir, do�a Lucrecia
no se movi�. M�s bien, estrech� al ni�o contra s� y, sin inhibiciones, sigui�
bes�ndolo con un �mpetu y una libertad que crec�an al ritmo de su deseo. Hasta
que, como en sue�os, sinti� el freno de un autom�vil y, poco despu�s, la voz de
su marido, llam�ndola.



Se incorpor� de un salto, espantada; su miedo contagi� al ni�o cuyos ojos se
impregnaron de susto. Vio la ropa desordenada de Alfonso, las marcas de carm�n
en su boca. �Anda a lavarte�, le orden�, de prisa, se�alando, y el ni�o asinti�
y corri� al ba�o.



Ella sali� de la habitaci�n mareada y, poco menos que a tropezones, cruz� el
saloncito que daba al jard�n. Fue a encerrarse en el ba�o de visitas. Estaba
desfalleciente, como si hubiera corrido. Mir�ndose en el espejo, le sobrevino un
ataque de risa hist�rica que sofoc� tap�ndose la boca. �Insensata, loca�, se
insult�, mientras se mojaba la cara con agua fr�a. Luego, se sent� en el bid� y
solt� la regadera, largo rato. Se someti� a un aseo minucioso y compuso sus
ropas y sus facciones y permaneci� all� hasta sentirse de nuevo totalmente
serena, due�a de su cara y de sus gestos. Cuando sali� a saludar a su marido,
estaba fresca y risue�a como si nada anormal le hubiera sucedido. Pero, aunque
don Rigoberto la not� tan cari�osa y solicita como todos los d�as, desbordante
de mimos y atenciones, y escuch� sus an�cdotas de la jornada con el inter�s de
siempre, hab�a en do�a Lucrecia un escondido malestar que no la abandon� un
instante, una desaz�n que, de tanto en tanto, le produc�a un escalofr�o y le
ahuecaba el vientre.



El ni�o cen� con ellos. Estuvo discreto y formalito, igual que de costumbre. Con
risa saltarina celebr� los chistes de su padre y le pidi� incluso que les
contara otros, �esos chistes negros pap�, esos que son algo cochinos�. Cuando
sus ojos se cruzaban con los de �l, do�a Lucrecia se admiraba de no encontrar en
esa mirada despejada, azul p�lido, ni la sombra de una nube, el m�s m�nimo
brillo de picard�a o de complicidad.



***



* fragmento transcripto de la
novela er�tica del escritor peruano Mario Vargas Llosa "Elogio
de la Madrastra". Espero les guste tanto como a mi... y otra vez: a buscar la
novela completa. Imperdible. Clarke.


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