El pobre de Ram�n se escond�a detr�s de sus ojeras. Los
animales no hab�an dejado de hacer ruido en toda la noche, y a pesar de haber
buscado concienzudamente, ni el due�o de la cuadra ni sus perros hab�an
encontrado al intruso. Sin embargo, las vacas no eran las �nicas en armar
esc�ndalo, todos los perros de la zona parec�an haberse puesto de acuerdo para
aullar desesperadamente hasta el amanecer.
Y llevaban as� tres noches seguidas.
Cansinamente, Ram�n arrastraba el palo con el que dirig�a a
sus bestias, monte arriba, a pacer durante el d�a. En un atillo, la comida que
su mujer le preparaba para aguantar el largo d�a de trabajo en la hierba. En las
manos, marcad�simos callos que delataban su dura vida en el campo.
La niebla de la ma�ana se rasg� con las chispas t�midas de
una cerilla, pero el humo del cigarro que encendi� el labrador la volvi� a
coser. Le esperaba una ma�ana muy larga, y sobre todo, solitaria.
A medida que el Sol sub�a, pareci� mejorar el aspecto y la
temperatura de la jornada. Si su padre hubiera estado all�, hubiera vaticinado
con una seguridad irrefutable que la noche vendr�a fr�a y despejada. Pronto
entrar�a el verano.
Desde su atalaya, Ram�n ten�a una vista maravillosa del
verdor del valle. Las casas de piedra abajo, las rocas peladas arriba. A lo
lejos, el bosquecillo que se formaba alrededor del r�o, y a escasos metros, el
olor penetrante de una de sus vacas.
Pero de pronto, la llamada son� clara, y todas las bestias
que all� se encontraban, incluyendo al arador, parecieron o�rla con perfecta
nitidez.
No era una voz, no era una visi�n� era la necesidad imperiosa
de dirigirse al riachuelo. Y Ram�n, aunque no ten�a muchas luces, supo que le
llamaban a �l.
Se levant� sin demora, dirigiendo sus pasos monte abajo al
cauce del peque�o r�o, que saltaba, de piedra en piedra, haciendo mucho m�s
ruido del que merecer�a tan m�sera cantidad de agua.
Los ojos del hombre, curtidos por los a�os a plena luz,
buscaron con avidez dentro de las aguas. All� hab�a algo que le llamaba, que le
reclamaba inmediatamente, y el pobre Ram�n no sab�a qu� pod�a ser esa nueva
sensaci�n.
Camin� r�o abajo unos centenares de metros, tropezando,
resbalando, ansioso de llegar a la meta desconocida. Sus manos tanteaban el
suelo para evitar una ca�da, y sus pies chocaban en la prisa que les hab�a
entrado.
Y as� corri�, se arrastr�, tropez�, el pobre Ram�n, hasta
llegar a la poza. Una poza que cubr�a poco m�s que su propia altura, donde los
zagales se ba�aban en los d�as m�s calurosos de verano.
Y sin saber c�mo, Ram�n hab�a llegado a su destino. Se acerc�
a la orilla del riachuelo en medida de lo posible, apoyado de rodillas y con las
manos sobre una gran piedra plana. El sol estaba ya alto en el cielo, y sus
rayos se filtraban entre las hojas de los alisos. El agua irisada por su luz
dibujaba formas caprichosas en su superficie, y el labriego observaba absorto su
propia imagen en el agua verdosa y medio estancada de la poza.
Ah� estaban sus cejas prominentes, sus oscur�simos ojos
hundidos, su nariz de formas rectas y su mand�bula cuadrada firmemente anclada
en su cuello ancho como el de un toro de la feria.
Ram�n se observaba, y lanz� un gru�ido de satisfacci�n al
encontrarse con tan varonil reflejo. Sin embargo, crey� encontrarse con detalles
desconocidos para �l. Quiz�s tuviera el rostro m�s alargado que de costumbre, y
los ojos algo m�s grandes. Tal vez su frente pareciera de formas m�s suaves, y
su pelo� m�s largo y mucho, desde luego que mucho, m�s claro que de costumbre.
Se levant� el hombre horrorizado, cayendo de espaldas sobre
la piedra, al descubrir que su reflejo mostraba una moza hermosa como si saliera
de un sue�o. Y la zagala, le mir�.
Toc�ndose la cara aterrorizado, Ram�n quer�a comprobar que su
barba de dos d�as segu�a intacta en su rostro varonil, y se tocaba el pecho para
asegurarse de que no le hubieran surgido dos ubres. Y sobre todo, corri�, Ram�n
corri� mucho para alejarse de la poza.
Pasaron muchos d�as hasta que el labrador se decidi� a
volver, m�s por asegurar su cordura que por curiosidad. Dej� las reses en su
finca, pastando como cada d�a, y con paso temeroso se dirigi� al r�o.
Aquella sensaci�n, aquella necesidad de volver a mirarse en
las aguas de la poza fueron m�s tenaces que cualquier miedo, as� que el pobre
Ram�n fue, acongojado como un cerdo en San Mart�n, hasta la orilla del
riachuelo.
Rept� el hombre hasta la orilla y se vio en las aguas m�s
p�lido que nunca. Sonri�, y el r�o le devolvi� la sonrisa como siempre hubo de
ser. M�s relajado, resopl� Ram�n, pero su reflejo no dej� de sonre�r.
Le miraba con una insistencia desbordante, y el labrador no
pudo hacer otra cosa que gritar como un desquiciado. Su rostro volv�a a ser tan
femenino como el de una xana, tan dulce como las reposter�as de su abuela, que
en paz descanse.
Ram�n retrocedi� dos pasos, arrastrando su ajad�simo pantal�n
de pana. El m�gico reflejo ya no pertenec�a la superficie del agua, sino que
parec�a tomar forma sobre ellas. Y al rostro le sigui� un cuello, y al cuello
unos hombros. A los hombros, unos senos redondos y bamboleantes medio cubiertos
por una cabellera azul verdoso. A los pechos, una cintura, y a ella, un sexo
transl�cido de agua, dibujado entre dos piernas largas como un d�a sin pan.
La mujer mir� con sus ojos l�quidos al pobre Ram�n, que cerca
estaba de mearse en los pantalones si no lo hab�a hecho ya. Toda ella parec�a
construida en agua, transparente, aunque a medida que se alejaba de la orilla
para acercarse a Ram�n, su piel verde se solidificaba torn�ndose suave y
blanquecina como la de una mujer real.
Estando la ninfa a escasos cent�metros del labriego, el r�o
entero retumb� en una carcajada. �l, s�lo pudo alargar la mano sucia de tierra
hacia un muslo de ella, para comprobar que sus dedos pod�an atravesarla como a
la superficie del r�o, dibujando c�rculos conc�ntricos que recorr�an todo su
cuerpo.
Aquello era m�s de lo que su padre le hubiera ense�ado nunca.
Quiz�s ni su padre supiera de la existencia de este ser.
Ella cambi� poco a poco hasta tomar forma de verdadera mujer,
aunque sin perder ese color ligeramente verdoso que le daba un aspecto
sobrenatural. Volvi� su mirada al hombre que gimoteaba aterrorizado en el suelo,
y le sonri� con sus labios azulados.
Ram�n no pudo m�s. Presa del p�nico m�s primario se levant� a
trompicones maldiciendo la idea de visitar la poza, y corri� en direcci�n a su
casa. La mujer, por su parte, se rompi� en miles de gotitas que cayeron al suelo
y rodaron como un diminuto riachuelo adelantando al labrador. Ya se cre�a seguro
Ram�n cuando de un charco que apareci� frente a �l volvi� a surgir la hembra
verdosa, que a�n sin terminar de solidificarse se tir� a su cuello empap�ndole
en un beso profundo.
Las manos de Ram�n no tardaron en reaccionar. En contra de
los sentimientos de su cabeza, su cuerpo ten�a muy claro que no desperdiciar�a
semejante oportunidad. M�s por miedo que por excitaci�n, Ram�n bes� a la dama
nacida del r�o. Al ver que nada malo ocurr�a, y recordando la impresionante
visi�n de los pechos de la hembra, sus manos subieron sin muchos miramientos
para tomarlos con avidez.
Las manos de ella se colaron m�gicamente bajo su camisa,
empapando el tejido, y sus u�as rasgaron la piel del labriego trazando l�neas
paralelas.
El miembro del arador empez� a hacerse notar. Abultaba all�
en sus pantalones reclamando un papel activo en la situaci�n, y la mujer, sin
pes�rselo un instante, se arrodill� ante �l.
Buscaron las manos azuladas �vidamente, sacando el garrote
del labrador, elevado a su m�xima expresi�n. Y con movimientos fluidos, la boca
de la joven abraz� el miembro succion�ndolo con pasi�n desbordante.
Su cabeza entera se mov�a adelante y atr�s con el vaiv�n de
las hojas de las hayas, y sus ojos transparentes atravesaban los de Ram�n
ahog�ndolo en sus pupilas. La lengua parec�a retorcerse de forma sobrenatural,
abrazando y enrosc�ndose sobre el glande del labrador.
Desacostumbrado a estas atenciones, Ram�n estaba a punto de
reventar. Sin embargo, no quer�a acabar as�.
Sac� al cabez�n amigo de las profundidades de la chica,
empuj�ndola contra el suelo. Se lanz� sobre ella mordi�ndole los hombros y el
cuello con pasi�n enceguecida, mientras buscaba a tientas la entrada al cuerpo
de ella.
Apenas fueron dos empujones y Ram�n vi� las estrellas. Ella
gem�a como loca, y su piel parec�a perder la solidez por momentos. Y fue en ese
momento, cuando el arador lanz� su semen dentro de ella; cuando se encontr�
abrazando el aire y cayendo de bruces contra el suelo.
Ram�n se recompuso, se arregl� lo poco que se pod�a arreglar,
y lleg� a trompicones hasta su casa, pensando que su locura aumentaba por
momentos. Recogi� las vacas en el monte y se las llev� a la cuadra, fingiendo
que aquel d�a no hab�a pasado nada excepcional.
Sin embargo, al llegar la noche, los animales volvieron a dar
la alarma. Los perros volvieron a aullar con desesperaci�n, y las vacas coceaban
en la cuadra destrozando los pesebres.
Y as� grit� tambi�n la mujer de Ram�n al descubrir los
ara�azos en la espalda de su marido, mientras lo echaba de la cama conyugal y de
la casa, a empujones.
Y as� desesper� Ram�n al encontrarse en el suelo, junto a la
puerta, un beb� tan azul como las mismas aguas del r�o, que le miraba con siglos
de sabidur�a, suplic�ndole los cuidados que su madre era incapaz de
proporcionar.