Relato: Una alumna � una esclava sexual - parte 5



Relato: Una alumna � una esclava sexual - parte 5

Como c�mplice de mi profunda felicidad, la primavera de aquel maravilloso dos mil tres acudi� muy puntual a la cita. Ya en los primeros d�as, el sol entibi� deliciosamente la hostil atm�sfera que los vientos polares hab�an dejado durante el invierno y esto se palpaba en el ambiente, impregnando cada poro de la piel con placenteras sensaciones. Como siempre, el primer indicio que percibimos los hombres es la actitud de las mujeres. El solo salir a la calle y verlas ligeramente vestidas, era un placer que colmaba los sentidos. Era como si se hubiesen unido en una marcha de protesta contra la censura. Los tops escotados, las minifaldas, las tangas cuyas marcas se trasluc�an a trav�s de �stas, las piernas esbeltas que invitaban al piropo, los ombligos al aire, los senos que se insinuaban al andar y las sonrisas de satisfacci�n dibujadas en las delicadas facciones de los rostros femeninos, erotizaban el aire que respir�bamos.

Siempre dije que el verano es sexual, porque el calor intenso abre las puertas de lo expl�cito, pero la tibieza de la primavera hace que sea una estaci�n eminentemente er�tica, sensual, sugestiva. En el colegio, todos iban estrictamente de uniforme, pero una vez instalados los primeros calores, el alumnado pod�a prescindir del saco y del buso. La camisa pasaba a ser de manga corta y de tela m�s fina y en el caso de las chicas, la falda se acortaba, seg�n el gusto y la osad�a de cada chica, pero respetando ciertos l�mites impuestos por la direcci�n del instituto.

Mi Cecilia deslumbraba hasta brillar. Su exuberante desarrollo f�sico sumado a la profunda asimilaci�n del aprendizaje que yo le hab�a impartido, la hab�an transformado en una sofisticada joven mujer, plena de sensualidad y erotismo, capaz de encender pasiones a�n desde la m�s inocente mirada de sus ojos color miel, y dulces como �sta misma. Recuerdo una soleada ma�ana durante un recreo entre clases, sobre las diez y veinte. Imaginen un patio escolar atiborrado de adolescentes, profesores y personal en general. Los amplios espacios verdes estaban muy bien cuidados y luc�an un c�sped reci�n cortado, coronado por canteros y algunos maceteros donde las primeras flores de la temporada alcanzaban su auge, inundando el ambiente de firmes colores y agradables perfumes. En medio del hermoso lugar, mi radiante sumisa.

Visual�cenla de pie, de cara al sol. Tomen una v�deo c�mara imaginaria y hagan un paneo desde atr�s, de abajo hacia arriba. Sus piernas separadas como evitando el calor del roce entre ambas. Zapatos negros de taco y grueso de unos cinco cent�metros, lo permitido. Calcetines azules, impecablemente estirados hasta unos diez cent�metros debajo de las rodillas. Ah� comienza a resplandecer la suave piel blanca, que apenas esboza una ligera sombra sobre la hendidura de la articulaci�n de la rodilla. El blanco se comienza a engrosar hacia arriba, marcando la parte trasera de sus muslos. Cada cent�metro que subimos por aquellas piernas es m�s delicioso que el anterior, hasta llegar a una l�nea azul entrecortada por los breves segmentos que dan forma a su falda acampanada. Las curvas de sus caderas resplandecen en tres dimensiones, pero nos transportan a muchas m�s. Sus gl�teos firmes y erguidos levantan aquella prenda haciendo que se forme un arco alarmantemente sugestivo.

Al continuar el ascenso las curvas se cierran abruptamente contorneando una peque�a cintura de guitarra espa�ola. Luego vuelven a abrirse desde el blanco de su camisa ajustada, que denota la amplitud de una espalda levemente arqueada hacia atr�s. Solo el rojo de la parte trasera de su sost�n, marca un contraste con el blanco, al traslucirse tenuemente. Sus brazos se alzan con sus manos abiertas a un sonriente cielo, como implorando al sol su vital energ�a. Su cabeza apenas levantada para quedar de frente a �ste, nos obsequia una esplendorosa cascada de cabellos rubios, lacios, sedosos, que llegan hasta la mitad de su espalda.

Ahora cambiamos el �ngulo de filmaci�n y nos situamos de frente a ella. Desde sus zapatos vemos como sus pies se levantan hacia sus talones firmemente apoyados en sus tacones, realzando la belleza de sus piernas. Al rebasar los l�mites de sus calcetines vemos como sus rodillas peque�as y muy parejas, apenas sobresalen, dejando una l�nea casi recta que nos lleva hacia sus muslos, plenos de vigor, irradiando tentaci�n. Subimos por su falda, que en su mapa del tesoro es el punto marcado con una X. Ah� es exactamente donde se esconde la m�s hermosa gema jam�s tallada. Las curvas de sus caderas se hacen a�n m�s excitantes de frente, en especial en la delicada confluencia a su fina cintura. La imagen de la guitarra es a�n m�s n�tida. Solo Dios sabe cu�nto disfruto haciendo sonar cada acorde de ese noble instrumento. Me viene a la mente cada gemido, cada jadeo, cada susurro de su dulce voz cuando est� conmigo. Esa es mi m�sica preferida. Nunca desafina una nota.

Su corbata azul contrasta con el blanco de su camisa y la atraviesa de arriba a abajo, dividi�ndola en dos partes sim�tricamente iguales. El ajuste en su cuerpo hace que su sost�n se trasluzca a�n m�s, transmitiendo excitaci�n pura. Las mangas cortas permiten que sus esbeltos brazos brillen con la luz solar que la acaricia de frente. Sus ojos cerrados para evitar el encadilamiento por la exposici�n directa a tanto brillo, me hacen pensar que est� pidiendo un deseo y mi exaltaci�n al recordar los intensos momentos que vivimos juntos, me aseguran que ese deseo me involucra. Sobre su cabeza, dos trenzas formadas por finos mechones, rodean su contorno craneal y se unen por detr�s, coronando el resto de su seductora melena, que brilla como toda ella. Realmente su presencia le hace un gran favor al astro rey, que parece feliz por el hermoso destino que llevan sus rayos.

C�mo me hubiese encantado pararme detr�s de ella y tomando sus manos, emular a Leo Di Caprio en Titanic, gritando �I am the king of the World!�... pero eso solo era posible en el terreno de las fantas�as que mi dulce Cecilia araba, sembraba, regaba y cosechaba. Ella surt�a todos esos efectos en m�. Erradic� la aridez de mi ser, transform�ndome en tierra f�rtil. Y yo que comenc� todo este proceso pensando que ser�a yo el que la trasformar�a a ella. Qu� iluso!... fue siempre ella... fue siempre Cecilia el agente transformador del triste espectro que yo sol�a ser. Ella y solo ella, fue la art�fice de toda mi felicidad.

Lo que s� era posible m�s all� de cualquier fantas�a, es lo que suced�a una vez que Cecilia traspon�a el umbral de mi hogar y la puerta se cerraba. Siempre respet� su minuto de plazo para alcanzar su plena desnudez, como si se tratara del m�s estricto mandato religioso. Hasta ahora les he narrado sus generosas entregas al sexo, la humillaci�n y hasta el mism�simo dolor, como parte del entrenamiento de una sumisa, el cual jam�s rechaz�, sino que siempre afront� con valor y alt�sima dignidad. Hoy voy a referirme a su actividad BDSM preferida. Si bien todos los juegos son parte de un todo, mi Cecilia, por sobre todas cosas, ama el bondage. Halla en las ataduras el medio id�neo para su m�s pura y profunda expresi�n er�tica. Cada esposa que sujeta sus mu�ecas y sus tobillos, cada trozo de cuerda que se ajusta a su piel, cada nudo que tensa su cuerpo, la someten a un grado de vulnerabilidad que la lleva a su mayor grado de excitaci�n y a humedecerse con cada sensaci�n que yo le proporciono.

Hab�a comprado uno de esos colchones masajeadores el�ctricos y lo tend� sobre mi cama. Ella iba boca arriba sobre �l. Brazos y piernas extendidos en X. Cada mu�eca y cada tobillo con una esposa de cuero, ancladas a los extremos de la cama. La fr�gil piel blanca de Cecilia es f�cil de marcarse, por lo que siempre que le aplico esposas, aunque sean suaves como esas de cuero, le hago usar medias y guantes. Me gusta cuidar la piel que despu�s me voy a devorar a besos. Los anclajes tensan su dulce materia, manteni�ndola inm�vil, tirante. Su esp�ritu es tan libre, que nada lo puede tensar. Un antifaz negro completamente cerrado venda sus ojos, sumi�ndola en la oscuridad que solo su vivaz imaginaci�n plena de erotismo, puede iluminar con colores m�s firmes que los que cualquier ojo hayan podido ver. Cuando est� lista, dejo que una dulce m�sica t�ntrica inunde el ambiente a bajo volumen, para que pueda escuchar tambi�n lo que yo le susurro.

- Afloja tus m�sculos... deshazte de la tensi�n... entr�gate a m�, Cecilia, y te llevar� de paseo por los confines de tus placeres so�ados...

La reacci�n de mi sumisa me hace pensar que tal vez yo pueda obrar cierta magia, porque al verla abandonarse a mis deseos, habi�ndose puesto voluntariamente en aquella situaci�n de indefensi�n, no puedo menos que maravillarme por tanta generosidad para brindarse incondicionalmente. Encend� el control del masajeador y de inmediato una placentera sonrisa se dibuj� en sus carnosos labios, los de mi perdici�n, bajo aquellos antifaces que afirmaban su confianza en m�, como dici�ndome: �No necesito ver ni saber... solo necesito que me lo hagas...�

Hab�a encendido algo m�s de una docena de velas. La luz el�ctrica me parec�a una inconcebible afrenta a la naturaleza de la imponente sensualidad de aquella princesa maniatada, a merced de mis instintos m�s pervertidos y completamente desinhibidos, ante la presencia de su subyugante belleza. Mi lengua recorre todo su cuerpo sin la menor prisa y a medida que va humedeciendo su exquisita piel, el reflejo de las flamas inquietas me muestran el brillo que va dejando, como un camino de hormigas que se abre paso en la pradera. Su respiraci�n es el �nico movimiento carnal que experimenta y yo me alimento de �l, en todo el recorrido de mis labios sobre ella. En los montes de sus senos cada segundo es un tesoro. Contornear sus rosadas aureolas es un deleite sencillamente indescriptible. Tendr�a que inventar palabras. Atrapar sus pezones y sentirlos erigir entre mis labios provoca intensos gemidos de mi Cecilia. Dulces, profundos, �nicos como ella misma.

Intento no apurarla. La tarde nos pertenece y merecemos disfrutarla al m�ximo. A medida que todo su cuerpo est� sensiblemente entregado a mi tacto, monto sus pechos para que mi miembro se regocije en la suavidad que solo esa escultura viviente le puede transmitir. Dos calurosas masas de la m�s excitante energ�a sexual me atrapan por completo. Gozar no es una opci�n. Es una imposici�n inapelable. Me cuesta creer que tanto placer sea posible. Cecilia menea suavemente su cabeza y su lengua se asoma t�midamente, recorriendo sus labios, humedeci�ndolos y pidiendo lo que yo s� muy bien que desea. Avanzo con mi pene sin que se despegue de su piel ni por un instante y empiezo a rozar su cuello. Hacia delante y hacia atr�s... hacia uno y otro costado. En un ladeo de su rostro subo por su mejilla. La humedad que va dejando en su cara le hace saber que mi piel est� estirada y mi glande est� libre. Lentamente lo dirijo hacia la comisura de sus labios y como si tuviera un efecto magn�tico, su lengua se dirige al anhelado encuentro.

Cuando llego a ella, Cecilia abre suavemente su boca y a tientas lo busca, hasta encontrarlo. Lo recorre con toda la fuerza de sus deseos y me esfuerzo por contenerme para retrasar mi eyaculaci�n. Quiero prolongar el instante m�gico. Conjuro mis poderes, si es que tengo alguno y suavemente avanzo, penetrando su boca... mi manantial de vida. Siento un leve roce de sus dientes, que dura tan solo el instante en que ella asume que la estoy penetrando y termina su apertura... lo recibe dentro. Su mejilla se abulta, sus labios me atrapan, su lengua me extrae del podrido mundo cotidiano, que ahora queda a miles de kil�metros de las sensaciones que ella me proporciona. Las convulsiones en mi miembro me recuerdan que no aguanto m�s. Es demasiada felicidad para que un simple hombre pueda soportarla. Paso mi mano izquierda por detr�s de su cabeza y suavemente la gu�o hacia m�... la subo un poco. No quiero que el derrame de mi esperma la sorprenda en posici�n horizontal. Cecilia se prepara... me presiente. Exploto en su interior. Sus gemidos a boca llena resuenan como una ovaci�n que aprueba la recepci�n de mis calientes fluidos. Mis jadeos me liberan de toneladas de stress acumulado, haci�ndome sentir renovado... libre. Retiro mi pene y ella me muestra su boca abierta, cargada de mi n�ctar, de mi orgullo, de m� mismo. Lo traga y me sonr�e feliz. Al verla, solo puedo preguntarme si en verdad merezco a una mujer as�, o si alg�n d�a un juicio celestial me condenar� por apropiaci�n indebida de un �ngel.

Pero esto no puede terminar aqu�. No despu�s del intenso placer que me ha dado. Retrocedo y me sit�o entre sus piernas. Me siento obligado por la ley del tali�n. �Lengua por lengua... polvo por polvo�. S�... ya s� que ese no es el t�rmino exacto, pero es la adaptaci�n sexual que se me ocurre. Recorro sus labios vaginales de arriba hacia abajo con mi nariz, inhalando el calor de sus deseos expelidos por su sexo bien despierto, pero cuando subo, lo hago con mi lengua... despacio... atrapando su humedad... lubricando sus engranajes, acelerando su excitaci�n. Llego a su cl�toris como guiado por su er�tico llamado. Su respiraci�n se agita, sus gemidos claman por m�s. Una abrupta aspiraci�n profunda de Cecilia la lleva a una deliciosa contracci�n muscular que aprovecho para ahondar en mi succi�n, como el colibr� al alimentarse de su exquisita flor. Los jadeos de mi indefensa damisela resuenan en mi habitaci�n y en mi mente, que en ese momento solo existe para ella. De a poco lo voy sintiendo. Su orgasmo se acerca... nace en lo profundo de Cecilia, se expande por todas sus fibras y termina invadiendo todas las m�as. Me traspasa... me abruma... me sublima.

Cecilia yace abandonada a sus sensaciones, maneja su respiraci�n hasta calmarla, la serenidad se instala nuevamente en su ser. Libero sus ataduras y la incorporo. La atraigo hacia m� para abrazarla y colmarla de caricias reparadoras. Le quito su vendaje y sus ojos lentamente parpadean para incorporarse a la tenue luz de las velas a nuestro alrededor. Una dulce sonrisa me transmite su aprobaci�n a este detalle. Me abraza, juega con mi pelo. Le quito sus guantes... luego sus medias, que aunque son muy suaves y de alto grado de transparencia, nada en el mundo iguala su inmaculada desnudez. La levanto suavemente tom�ndola por su cintura. Ella pone sus manos sobre mis hombros. Ya sabe como tiene que acomodarse para lo que sigue. Me apresto a entrar en lo profundo de ella, as� como ella se dispone a recibirme. Es el deseo de ambos comunicado en lenguaje de puro amor. Sin palabras... sin gestos... sin indicaciones. Solo con el expl�cito proceder del anhelo que nos uni� desde el primer d�a. El roce de su cuerpo contra el m�o me transporta al mundo del sentir, mientras ella sube y baja por mi miembro que se deja atrapar por sus encantos, sin oponer la menor resistencia. Beso su cuello, su rostro, su boca se funde en la m�a. Una sola carne como en el principio de la creaci�n.

Muchas fueron las ocasiones en que practicamos el bondage y much�simas las variantes que el juego nos ha permitido. Pero esta experiencia en particular, esta que les he narrado hoy, tuvo algo que la hizo distinta. Ya hab�a pasado algo m�s de cinco meses desde el comienzo de nuestra relaci�n. Cecilia a�n ten�a quince a�os, yo cuarenta, pero ambas almas juntas ten�an siglos de estar unidas. Fue al asumir todo esto, que una idea tan loca como yo, o quiz�s un poco m�s, si es que esto es posible, irrumpi� en mi mente con la fuerza de un vendaval y se plant� en mi conciencia como bandera de conquista en la cima de una monta�a. En ese preciso instante desapareci� de mi mente la imagen de Cecilia mi sumisa, la cual fue reemplazada por la firme convicci�n de estar junto al amor de mi vida. Algunas alarmas subconscientes se encendieron en m�, avis�ndome del peligro.

Mis experiencias anteriores siempre hab�an concluido en estrepitosos fracasos. Cada vez que me hab�a enamorado hab�a terminado con el coraz�n roto y la mente desesperanzada. Y la diferencia de edad entre ella y yo eran la clase de cosas que a la sociedad le encanta condenar implacablemente. Asumir que la amaba era aceptar un c�mulo de desaf�os que comenzar�an a plantearse muy pronto... uno tras otro... sin tregua... sin piedad... sin margen para el error.

Permanec�amos acostados, abrazados y sosteni�ndonos firmemente la mirada. No me pregunten c�mo sucedi�. No lo pens�... no lo planifiqu�... simplemente en un embelesado momento de contemplaci�n de aquel dulce rostro, mi boca pronunci� las dos palabras m�s importantes de la historia de la humanidad: Te amo...

El eco qued� resonando en el ambiente... en mi mente... y creo que tambi�n en la de ella. Sus ojos se abrieron tan grandes como la sorpresa que le causaba esta confesi�n. La sonrisa m�s angelical que vi en toda mi vida, se pint� en su rostro con el fulgor de un arco iris. Aquel abrazo relajado del que disfrut�bamos de pronto se hizo tan apretado como nuestras fuerzas nos permit�an. Su boca fue directo a la m�a. No podr�a especificar cu�nto tiempo nos estuvimos besando, pero lo que s� estaba claro es que nuestra relaci�n tomar�a un nuevo curso. Cecilia tambi�n me amaba... sus besos me lo juraban.

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