Relato: D�a de muertos





Relato: D�a de muertos

D�a de muertos


I


El aire que entraba por la ventana del autom�vil era como una
mano invisible que peinaba con sus yemas el oscuro cabello de Laura. Ella miraba
hacia el Lago de P�tzcuaro. Su boca hac�a una peque�a mueca que no era
propiamente una sonrisa, sino una semilla de �sta. Sus ojos estaban
entrecerrados, procurando que sus largas pesta�as protegieran un poco el globo
ocular. Por alguna causa el viento extra�amente fr�o era m�s molesto que
agradable, y sin embargo, cerrar la ventanilla era un acto que ella no estaba
dispuesta a hacer.



Jorge, al volante, ten�a las cejas fruncidas, tal como si
varias cosas le molestaran a la vez pero se encontrara ante la indecisi�n de por
cu�l de ellas repelar primero. En definitiva no se trataba de Laurita, le hija
de ambos, la cual ten�a sus genialidades al momento de dar problemas, pues esta
yac�a en el asiento trasero del coche profundamente dormida.



Al salir de casa, cuando Jorge le dijo, "Ap�rate mijita que
se nos hace tarde para el D�a de Muertos", se pregunt� las razones por las
cu�les tendr�a que darse prisa para asistir. Bien podr�a esperar a que Laurita
se vistiera a su ritmo, que dejara de ver el programa de televisi�n que la
entreten�a, que se tomara un refresco que hab�a comenzado a beber. Sacando
cuentas, recapacitaba en que viv�an en la ciudad de Uruapan, por lo tanto
estaban como a cuarenta minutos de P�tzcuaro, cuarenta que se hac�an sesenta por
la alta afluencia de coches que coincid�an en las festividades del D�a de
Muertos, ochenta si se demoraban m�s y coincid�an con quienes sal�an de trabajar
a las seis de la tarde, o cien minutos si, como de costumbre, alg�n borracho se
hubiese estrellado ya en alguna parte del tramo carretero. Pero en el fondo no
hab�a prisa. Jorge ni siquiera era Michoacano, por lo tanto ve�a las
festividades del d�a 2 de Noviembre con ojos de turista. Tampoco ten�a ning�n
difunto al cual rezarle. A�o con a�o iban a P�tzcuaro, atravesaban el lago en
las lanchas, llegaban a la isla de Janitzio, que se encuentra en lo que a�os
atr�s era el centro del lago, y ve�an todo el jolgorio de la fiesta de muertos,
pero tantas visitas ya hab�an hecho de aquel paseo algo visto para �l. A punto
estaba de decirle a Laurita que mejor se tomara su tiempo, pero ella, con
inusual agilidad, dej� de ver el televisor y, coloc�ndose el abriguito que le
hab�a tendido su madre sobre la cama, dijo entusiasta: "V�monos, ya quiero ver a
los muertos" .



Esta celebraci�n de D�a de Muertos vuelve deseable tener un
muerto al cual rendirle homenaje, una abuela est� bien, alg�n primo lejano que
s�lo se le recuerde por lo desafortunado que pudo ser su muerte, la muerte est�
bien siempre que no se acerque demasiado.



Un cami�n iba obstruyendo el paso, y el torrente de autos y
las curvas del camino hac�an imposible rebasarle. Por fin encontr�, aunque con
poca convicci�n, un motivo sobre el cual sembrar sus quejas. Le dijo a Laura:



- Por amor, no te despegues de m� un segundo. Siempre ocurre
lo mismo en esta fecha, llegamos, nos metemos entre la gente y en medio de la
fiesta te nos pierdes. No s� de ti, es como si fueras muy lejos y luego
volvieras. A veces pienso que viajas al mundo de los muertos y por una suerte
extra�a te devuelven, pues siempre te recupero fr�a, muy fr�a.


- Esta fecha siempre es fr�a...


Jorge no insiste, las cosas han de ser, y han de ser a su
tiempo. Laura si es de Michoac�n, y si tiene un muerto.



II




Estaban en una habitaci�n. La habitaci�n ten�a dos camas, una
puesta enfrente de la otra. Cada uno de ellos estaba sentado en una cama
distinta. Nunca hab�an estado solos en un cuarto de hotel, ni en ning�n otro,
aunque en sue�os tal vez ya hubiesen hecho de todo. Cada uno de ellos extend�a
sus piernas hacia la otra cama, como si quisieran inventar un puente levadizo
entre cama y cama cuyo centro fuesen las plantas de sus pies que se abrazaban
sin brazos. Si los pies encierran todos los puntos de digitopuntura, y en ellos
se representan la totalidad de �rganos vitales, a esos instantes ellos estaban
ya penetr�ndose. Los pies de �l eran m�s grandes que los de ella, pero los de
ella eran m�s suaves. Al poner las plantas de los pies al contacto del otro,
ofrendaban desnuda su historia personal, su andar. En la India, es un privilegio
mirar siquiera las plantas de los pies de los gurus, pues en ellas se concentra
toda su energ�a, en ese cuarto, en cambio, los pies establec�an su propio
di�logo, que no era el mismo que sosten�an las cabezas.



- �C�mo te fue?


- Bien, mis obras se han vendido mejor que nunca este a�o. La
Casa del Turista me ha hecho un involuntario y gran favor al incluir en su
cartel de este a�o una de mis figurillas. Es curioso que la muerte, atemporal
como es, se haya puesto de moda.


- �C�mo fue que conseguiste ese contacto con ellos?


- En realidad ellos vinieron a m�, y supongo que les
impresion� la m�stica que imprimo a mis esculturas. Cuando ellos llegaron a mi
taller y preguntaron por una catrina1 representativa les contest� que
yo no hac�a catrinas, sino desnudo femenino. La tipa me mir� extra�ada, pues de
hecho ten�a en mis manos una cabecilla de calavera, y estaba esculpiendo el pico
de su tabique nasal, as� que aclar�: "D�game usted, �Habr� mujer m�s desnuda que
una calavera? No s�lo no tiene ropa, sino que carne tampoco."


- Eres un cabronzuelo. �Y que cara puso la chica?


- No entendi� nada, cr�eme. Y es la delegada de cultura.
Seguro lleg� a su casa y se tent� el rostro y descubri� que debajo de su piel y
su carne vive un bonito esqueleto.



Laura le dio una leve patadita al pie izquierdo de L�zaro,
quien se enderez� con agilidad inusitada y mediante un zarpazo r�pido le tom�
del tobillo, procediendo a tocarle con suavidad, abrazando su patada, sintiendo
entre sus manos la fragilidad y fortaleza de aquel pie exquisito, Laura ten�a
miedo de gozar, L�zaro no pensaba en nada y, acercando aquel en�rgico pie a su
boca, comenz� a provocar que los dedos se abrieran lentamente para proceder a
morderlos lentamente, restregando la lengua en las orquillas que se forman entre
dedo y dedo, con una chupada tan breve y vehemente que pareciera que los dedos
de Laura hubiesen sido mojados en leche de cabra para luego ser mamados por un
cachorro de Le�n parcialmente destetado. El mensaje era claro, el cuerpo era
bello y sin bagajes, y el placer que siente tambi�n. Mientras lam�a le dec�a:



-No te enceles. Bien sabes que entre todas las michoacanas no
hay una que tenga esqueleto m�s bello que el tuyo.



A cada chupada, mordida, lamida, Laura sent�a como un
escalofr�o recorr�a sus huesos. Si L�zaro fuese can�bal, probablemente ella no
le negar�a un buen trozo de su ser, aunque afortunadamente no lo era, y su labor
se limitaba a sentir con sus manos y su boca la resistencia y el soporte que
aquellos huesos brindaban.



L�zaro pensaba que las mujeres de Michoac�n eran herederas de
una tradici�n mortuoria que no hac�a otra cosa que rendir culto a la belleza del
sistema �seo. Para �l, el mundo estaba equivocado en su apreciaci�n de la
belleza, pues la med�an partiendo de los aspectos m�s externos del cuerpo, el
cutis, el color de los ojos, la dimensi�n de las carnes, todo ello siempre tan
ef�mero. Sin embargo, las michoacanas estaban hechas a prueba de esa frivolidad.
Su cara, dentro de su redondez, exhibe una delta que concluye con la barbilla,
la nariz es peque�a y afilada como un aguij�n, pues apenas cubre el huesito
picudo que la sustenta, los p�mulos son carnosos pero deben mucho de su belleza
a que est�n fijos en un cr�neo muy bien proporcionado, redondo en su parte
superior, mientras que los ojos son bellos porque bellas son las cavidades que
los alojan. Ver un rostro que lleve en sus venas sangre tarasca2, es
ver un rostro armonioso que no niega su humanidad y su mortalidad, con la
belleza desbordante que da esa inquietud en la mirada, con sus cejas fuertes,
en�rgicas, propias del esp�ritu combativo de esta tierra, y al igual que �sta,
pleno de riqueza.



La mujer de Michoac�n carece de una cintura muy estrecha, sus
nalgas no son alzadas y respingonas como lo dicta la moda, en cambio su tronco
es macizo, sus pechos son grandes y sus caderas son amplias, a tal forma que la
figura es deliciosamente femenina, a la vez que denota fortaleza.



L�zaro pensaba que el esqueleto de las michoacanas era
especial. Fuerte, capaz de sostener un cuerpo tan �ntegro. De hecho, Laura le
hab�a llamado mucho la atenci�n desde la primera vez que la vio porque, seg�n �l
cre�a, ella pose�a el esqueleto m�s bello del mundo. Esa vez le toc� verla de
espaldas, ella caminaba moviendo su cuerpo con una gracia y una velocidad
inusual para una mujer con esos tacones que llevaba encima. Sobre sus tobillos
se sujetaba un cintillo que no s�lo daba volumen a sus chamorros, sino que
dejaba ver la exquisita forma del tal�n, justo como una copa de champagne
invertida. La manera de andar de Laura desped�a garbo, pues su espalda
permanec�a erguida, sin asomo de cansancio, como si el cuerpo no tuviese peso.
Su cabello era corto y permit�a que uno tomara nota de la forma de su cabeza, es
decir, de su cr�neo. Si bien aquella manera de moverse y aquel cr�neo ya le
hab�an robado parte del aliento, al verla voltear y conocer su cara, el robo del
aliento fue total. Sus pesta�as eran largas, sus cejas en�rgicas, su nariz
peque�a, sus mejillas deliciosas y sus dientes discretos, ocultos dentro de unos
labios finos. Sus pechos eran generosamente michoacanos, grandes, erguidos,
vivos y exuberantes. L�zaro imagin� que seguramente en vez de pezones tendr�an
en su cima una mariposa monarca, al igual que el pubis tendr�a una multitud de
ellas en vez de vellos.



Laura lo encontr� muy atractivo. Era alto, con un esqueleto
bien fuerte tambi�n. Un artista del sistema �seo cuida a detalle cada elemento
de su andar, de esta manera, L�zaro ten�a muy estudiada la forma de conducirse,
con una elegancia casi c�smica. Era el paso de un bailar�n. Sus maneras de
pensar eran extra�as, pues sent�a gran fascinaci�n por la muerte, de hecho, no
hab�a una mejor profesi�n para �l que la de escultor de catrinas.



- La muerte no existe en realidad.- dec�a L�zaro a Laura- Si
lo vez bien, cada segundo muere al instante mismo en que se manifiesta. En
teor�a, ese segundo se extingue para siempre, pero no es as�. Ese segundo
exist�a antes de llegar, y permanece luego de que se marcha. Nosotros operamos
igual, nacemos y en teor�a empezamos a extinguirnos, pero nunca nos iremos, si
somos lo suficientemente m�gicos para estar aqu� ahora, quiere decir que hemos
estado desde el principio de los tiempos, pues si no hubi�semos existido de
antes y repentinamente apareci�ramos en este inmenso orden de cosas, la
cuarteadura que se har�a ser�a tremenda, ser�a una herida por la cual se
desangrar�a el universo, ser�a Dios tap�ndose con un dedo un agujero en la
yugular. Suena tentador hacer tanto desorden, ser la causa de la muerte de Dios,
pero hasta eso ser�a f�til, ser�amos la muerte del Creador pero el esperma que
da origen a un nuevo caos, es decir, Dios resucitado en otra forma. Nada nace y
nada muere. Por eso en Michoac�n se rinde culto al muerto, que en realidad es
culto a la capacidad de recordar, homenaje a la existencia compartida, un
agradecimiento a quienes nos dieron parte de s�, un trozo de su intenci�n.



Laura le escuchaba fascinada por aquella forma de hablar,
tomando detalle del movimiento de aquellos labios. Alg�n movimiento del cuerpo
de �l le invit� a que dejara aquella cama distante en que se encontraba y pasara
a sentarse a horcajadas sobre sus piernas.



Como premio al discurso, tom� la cabeza de L�zaro y la acerc�
lo suficiente para que �l pudiera sentir el embrujo de su aliento, y �l,
sintiendo la tibieza de aquel acto femenino de exhalar, percib�a el sutil aroma
a cerezas que desped�a el labial que Laura llevaba puesto, olor que no era puro,
sino mezcla del perfume del cosm�tico y del aliento de ella, quien abriendo los
labios dec�a la palabra b�same sin sonido alguno, y �l, atendiendo al llamado
del abismo, acercaba su propia boca para hacerla chocar con los labios de Laura.
Nunca en su vida hab�a besado L�zaro una boca que besara con tal hambre, al
contacto todo se disolv�a, todo �l era boca y se alojaba en la de ella, que
absorb�a con algo m�s que sus pulmones, pues no s�lo era como una aspiradora
pulmonar, sino que aspiraba con el alma cualquier vestigio de amor que
encontrase, luego, la lengua de ella se adentraba en las fauces de �l, como
devolvi�ndole todos los besos que hubiese dado en la vida, comparti�ndoselos a
�l, y luego exig�rselos de vuelta. La boca de Laura, a pesar de no abrirse
demasiado, parec�a querer tragar entera la cabeza de L�zaro, mientras que la
lengua hac�a su tarea de libarle la miel previamente depositada en el coraz�n.
Al besarse el tiempo dejaba de existir, dejaba de existir la muerte porque la
vida dejaba de tener importancia, era un segundo cero, era el vac�o que todo lo
llena. Al separarse, el sabor de la saliva mezclada embriagaba a cada uno de los
amantes, quienes descansaban uno cerca del otro, quedando de nuevo demasiado
cerca, lo suficiente para invitarse de nuevo a besar y atraerse.



No sent�an prisa por dejar de besarse para pasar a la
posesi�n del cuerpo, pues los besos ya eran, de por s�, una posesi�n absoluta.
L�zaro comenzaba luego a tomarle de los brazos, recorri�ndolos a todo lo largo,
tocando los m�sculos, pero tambi�n los huesos. Luego alzaba la mano de Laura
para verla de cerca, maravill�ndose de su movimiento, de su perfecci�n, e
hipnotizado por su belleza comenzaba a morder aquella mano mientras que Laura
permanec�a atenta a su inmolaci�n. Se miraban a los ojos y ella bajaba la vista
discretamente, como avisando a L�zaro de la presencia de sus pechos, que sin
duda merec�an amor. L�zaro dejaba entonces de abrazarla para colocar sus manos
sobre los senos amplios y humanamente densos que Laura portaba con orgullo.
Luego de tentar su textura, pasaba revista de cada bot�n de la blusa de ella
para abrirle el pecho como si detr�s de la tela fuese a verse, con claridad, el
enorme coraz�n de tambor que vibraba en un redoble festivo. Bajo la blusa estaba
un sost�n con un encaje nada accidental. L�zaro recorri� con sus dedos la forma
que el blanqu�simo bordado ofrec�a, tal como si le interesara m�s el arte textil
del sost�n que la piel de los senos de Laura. Lo cierto es que ese titubeo s�lo
avisaba de la dedicaci�n con que ser�an tocados los poros de la piel. Los dedos
se deslizaron hasta el broche del sujetador y lo abri�, liberando aquellos
pechos salvajes. El pez�n era grande, color marr�n, aun dormido pero atento. La
boca de L�zaro cay� presa del magnetismo y el calor de aquellas monta�as, las
cuales sujetaba parcialmente con sus manos, para sentir su volumen, su suavidad,
y para colocar los pezones entre sus dientes y sentir en la lengua c�mo
adquir�an filo. El sabor de aquellas tetas era sin duda el de la leche eterna,
la luz.


Si hab�a que bajar las manos hasta las caderas de Laura, el
camino m�s hermoso ser�a sin duda su espina dorsal. V�rtebra a v�rtebra bajaron
los dedos de L�zaro, como si recorrieran la escalera externa de un templo, hasta
que por fin estuvieron tocando aquellas caderas generosas, que al contacto con
aquellas manos se comprimieron hacia delante, como buscando una penetraci�n
invisible, restregando los sexos aun envueltos en sendos pantalones.


El magreo se torn� cada vez m�s violento. El sexo comenz� a
invadir cada movimiento. Se separaron s�lo los segundos necesarios para quitarse
los pantalones, as�, sin mucho tr�mite. Ambos se miraron el cuerpo. Ella, con un
sexo peque�o para la amplitud de sus caderas, escasamente poblado de vello. �l,
con una erecci�n esquizofr�nica en ese pene que francamente rebasaba aquello que
Laura hab�a imaginado como m�s peque�o pero m�s blanco, menos ancho pero m�s
id�lico, y eso s�, la abundante pelambrera que rodeaba el sexo de L�zaro era
algo que ella nunca imaginar�a de un caballero con cabello tan corto como el de
L�zaro. �l coloc� la punta de aquel miembro en la entrada de aquel templo divino
y comenz� a jugar ah�, bebiendo con sed el jugo de ansia que ah� se fabricaba.
Cuando ella se sinti� lista, comenz� a dejarse clavar por aquel falo enhiesto,
sinti�ndose llenar el cuerpo entero de un calor poderoso. Abiertas las piernas
estaba abierta el alma, atrapado el falo estaba preso el coraz�n.


Se entregaron durante horas al juego de amarse. Laura tendida
de espaldas sobre el colch�n, con sus piernas abiertas en comp�s, mientras Lauro
la penetraba con una furia que ofrendaba su violenta energ�a, violencia que no
era crueldad al ser exorcizada por un trabajo de manos que realizaba con
devoci�n. Las caderas barrenando con fuerza pero las manos haciendo del cuerpo
de ella una linda escultura, misma que culmin� con un tacto suave sobre el
rostro de ella, como si los dedos de �l la formasen al tocarla, como si cada
m�sculo facial se creara a su contacto.


Ese ser�a su secreto, la penetraci�n unida a la elaboraci�n
art�stica del propio cuerpo. Eran de arcilla, y se moldeaban, y con sus alientos
atrapaban el soplo de Dios, y a cada beso se daban una vida que merec�an.




III




Era la v�spera de Navidad. Laura y L�zaro hab�an ido, por
puro placer, al Parque Nacional de Uruapan. Es in�til decir que ya se ha ido a
ah� como pretexto para no acudir de nuevo. Las plantas aparecen inm�viles si uno
es tan irreverente como para verlas sin vida. Tienen vida. Cada una de ellas es
un individuo. Al igual que nosotros, ellas cambian d�a con d�a. Tienen un
nombre. Entre ellas se conocen. Son una comunidad fort�sima de seres que lo
menos que brindan es ox�geno, pues quien entra en este parque sentir� que hay
una mano invisible que te toma de la barbilla, a la vez que un soplo vegetal se
infiltra por tu nariz, invadi�ndote con su perfume. Las hojas de m�s de cinco
metros de largo terminan por imponerse, aunque al buen espectador le parecer�
igualmente maravillosa la diminuta hoja del musgo que se hospeda entre las
comisuras de los adoquines que conforman los pasillos del parque. El agua fluye
como si estuviesen al descubierto las venas de la tierra, y tanta vegetaci�n da
la sensaci�n de caminar entre la matriz del mundo. Ser�a recomendable que nunca
cayese semen en esta tierra, pues su fertilidad es tal que pudiese nacer una
planta humana. L�zaro atrajo a Laura hacia s�, y luego de plantarle un beso en
esas mejillas que tanto quer�a, le dijo:



- Si un d�a muero, trae mis cenizas y esp�rcelas en este
parque...


- No me digas eso. T� no vas a morirte.


- Ojal� te pidiesen opini�n a ti al momento que decidan mi
fin. Esc�chame. Si un d�a muero, quisiera que me trajeras aqu� en cenizas y me
esparcieras en este maravilloso parque. Este parque simboliza todo aquello en lo
que yo creo. Yo no creo en la muerte, s�lo en la vida, y aqu� hasta la muerte
tiene rostro de vida. �Ves ese cauce de agua? Nunca se detiene. Reverbera de
manera incesante, como un orgasmo de la naturaleza, el tiempo no se detiene en
este cauce, el movimiento es perpetuo, como el de nuestra alma. �Ves esas
plantas? Nunca m�s estar�n igual, ya sea que ma�ana tengan una flor de menos, o
una flor de m�s, habr� cambiado. Su reflejo en el agua nunca ser� igual porque
el cauce siempre brotar� en forma diferente. �Qu� m�s da que nazca como hombre o
como planta?



Laura no dijo nada. Se adentraron al parque para llegar hasta
donde est� un venero que se llama La Rodilla del Diablo. Desde luego cualquier
chiquillo de los que ah� abundan te contaran la supuesta leyenda de por qu� se
llama as�. L�zaro les dice a los ni�os que no quiere escuchar esa historia,
prefiere darle una moneda al ni�o con tal de que la calle. El ni�o insiste.
L�zaro le da otra moneda para que se marche. Desde luego la forma que recibe ese
nombre data desde mucho tiempo atr�s, antes de la llegada a M�xico de los
espa�oles, antes incluso de las tribus Tarascas. De ah� que a L�zaro le resulte
aberrante que la leyenda indique que las aguas se hab�an secado porque el diablo
lo imped�a, que lleg� un sacerdote y ech� agua bendita ah� y la rodilla del
demonio se quebr�, dando paso al agua. El sacerdote h�roe, quit�ndole la m�stica
al agua, el diablo dobleg�ndose a unas cuantas gotas de agua bendita.



Salieron de ah� y fueron a comer un poco de nieve de pasta,
todo ello para hacer tiempo. En el restaurante les ofrecen cupatitzio, que es el
agua del r�o del mismo nombre, cuyo mito es que, quien la bebe nunca deja
Uruapan. Laura y L�zaro alzan sus copas cristalinas y brindan con esa agua
m�gica que los meseros ofrecen con toda solemnidad, aclarando que no se trata de
un agua cualquiera, sino esa agua que les pertenece, esa que encierra el
esp�ritu de su pueblo, esa que siendo de ellos, comparten con todos. Estaban
invitados a una posada, pero no quer�an llegar tan temprano. Tampoco hab�a
tiempo para ir a ning�n lugar. Eran los encargados de cooperar con las velas,
mismas que deber�an de cargar los supuestos peregrinos.



Se subieron al auto con la idea de vagar de un lado a otro de
la ciudad, disfrutando del calorcillo del interior del autom�vil, escuchando
m�sica que les gusta y platicando. Evitaban al m�ximo las calles del centro. El
tr�fico vehicular de la ciudad de Uruapan es horrible. Las calles son muy
angostas, algunas de ellas tienen la particularidad de tener sentidos
encontrados, los cuales no est�n debidamente se�alados. Los vigilantes de
tr�nsito nunca son vistos, nunca est�n cerca, nunca infraccionan, y a costo de
este beneficio de vivir sin ley, se padece una anarqu�a total por parte de los
conductores. Los se�alamientos nunca se obedecen, acaso los sem�foros sean
atendidos de vez en cuando, pero los letreros de alto en las esquinas es como si
no existiesen, y ni se diga los letreros de "Ceda el paso a un auto", pues nunca
se respeta.



La gente de Uruapan tiene una apreciaci�n distorsionada
acerca del tr�fico, pues atribuyen que el mal tr�fico se debe a que la ciudad se
infesta cada vez m�s de gente que proviene de pueblos de la llamada tierra
caliente, enti�ndase Nueva Italia, Apatzing�n o Tepalcatepec, tierras que sufren
todo el a�o de un calor insoportable, ideales para el cultivo de la marihuana,
con todo lo que ello conlleva, entre otras cosas, que la vida es muy poco
apreciada por all�, donde frecuentemente se matan unos a otros por altercados
simples de vialidad, porque alguien piropea a una muchacha, porque alguien
siente que le miraron feo, todas esas nimiedades son razones para matar all�.
Mucha gente usa armas, por lo mismo que se dedican al narcotr�fico. Hay dinero,
lo que despierta aun m�s la avaricia y la sensaci�n de poder. Las mujeres son
bellas, una rara mezcla de sangre Tarasca con sangre francesa e italiana, aunque
enamorarse ah� sea bastante mortal. Por eso, al momento en que gente de esas
tierras se va a vivir a Uruapan en el af�n de buscar un sitio m�s tranquilo para
vivir, ignoran que llevan la violencia consigo, y as�, el narco que "huye" a
Uruapan para vivir m�s en paz, es el primero que rompe esa paz cuando se siente
agredido, cosa que adem�s sucede muy frecuentemente, pues no duda en reclamar a
balazos cualquier ofensa.



No todos los que habitan en tierra caliente son narcos,
aunque si tienden mucho a las ri�as. La gente de Uruapan cree teor�as muy
simplistas, tales como que en Uruapan hay pura gente honesta dedicada al cultivo
del aguacate, mientras que en Apatzing�n hay pura gente mala y violenta que se
dedica al narcotr�fico. Buenos y malos, as� de simple.



La mala fama la gana la gente de tierra caliente mediante su
participaci�n en eventos aislados pero de brutalidad singular.



En su paseo, Laura y L�zaro decidieron circular por la calle
Emilio Carranza, que atraviesa parte de la ciudad y llega justo a la plaza
central de la ciudad. Ah�, las hileras de coches son frecuentes, en parte porque
transitan muchos camiones de transporte colectivo que entorpecen la vialidad.
Esa calle, aunque lenta, tiene preferencia por considerarse una calle principal,
as�, las callecillas que la atraviesan tienen alto en las esquinas. Sin embargo,
esto es un pacto a voces que existe entre los conductores, pues ninguna de esas
calles en las cuales los conductores deben hacer alto tienen un se�alamiento que
as� lo ordene. Esto propicia que los veh�culos que intentan sumarse a la calle
Emilio Carranza, tengan que lidiar con los coches que ya van en dicha calle. Las
maneras de entrar al cauce de esta avenida son dos, pidiendo permiso a los
conductores que ya transitan por esa v�a o, meterse a la fuerza, aprovechando
que el conductor de la v�a principal se atonte. Sobra decir que la gente con
nula cultura siempre elegir� la segunda porque les permite no s�lo entrar a la
v�a que desean, sino que de paso demuestran que son m�s listos que el otro
conductor, adem�s de que consumen una m�nima raci�n de violencia diaria,
degust�ndola como un caramelo.



L�zaro conduc�a el coche por Emilio Carranza. Una camioneta
negra, de procedencia norteamericana, sin placas, vidrios polarizados, con
m�sica a volumen considerable, estaba en una esquina, pretendi�ndose infiltrar
sobre esa misma calle. L�zaro iba detr�s de un cami�n de esos que transportan
valores. El cami�n se adelanta en forma brusca cerca de la esquina, abriendo un
hueco entre el coche de L�zaro y �l. La camioneta aprovecha el titubeo de L�zaro
y acelera, adentr�ndose de la manera m�s vil, confiado en que el conductor del
auto compacto no acelerar� por temor a pegarle a aquel camionet�n. L�zaro piensa
que no tiene caso enfadarse por este conductor con tan escasa conciencia de la
armon�a universal y lo deja meterse sin hacer reclamo alguno. Detr�s de L�zaro
va una camioneta igualmente negra, con vidrios polarizados, sin placas y con un
flamante claxon que suena como una trompeta que emite la c�lebre tonadita que
todo mexicano interpreta como "Chingas a tu madre", y al ver que al auto de
adelante se le han metido en forma criminal, no duda en hacer sonar su claxon,
extendiendo su mensaje sobre el conductor de la camioneta reci�n incorporada a
la avenida.


Al escucharse la tonadita, la camioneta que va delante de
L�zaro frena en seco. De ella se baja un sujeto moreno, con rasgos ind�genas, de
cuyo cuello penden ostentosas cadenas de oro, bajo de estatura, de complexi�n
f�sica insignificante, su mirada es afiebrada y de ella emana mucho mal. Se para
frente al auto de L�zaro y le reclama, pues cree que fue �ste quien le maldijo
su madre. L�zaro ni siquiera le hace caso porque estima que no tiene objeto
discutir con gente as�, y en un error de estrategia omite tambi�n aclararle que
no fue �l quien le hizo sonar el clax�n. El sujeto le da un manotazo al coche de
L�zaro, quien, a efecto de hacerle entender que no fue �l quien le dedic� el
bocinazo, oprime el inofensivo claxon de su autom�vil, el cual, a pesar de que
no sonaba con la c�lebre tonadita, tiene el poder de sobresaltar al enano
visceral, quien a su vez no entiende el mensaje de "entiende, yo no fui, fue
otro", sino que se siente doblemente agredido, y en consecuencia saca de la
parte trasera de su cinto una pistola y sin m�s pre�mbulo, descarga tres
disparos sobre L�zaro, uno de los cuales da en la frente.


En un ataque de lucidez, el violento sujeto se da cuenta que
no puede estar m�s perdido, pues acaba de asesinar un hombre ante la vista de
todos y no le es posible huir pues est� en un embotellamiento. Comienza a
escapar a pie, dejando dentro de la camioneta a su acompa�ante, a todas luces
prostituta. Corre en direcci�n equivocada, pues uno de los polic�as que est� a
salvo dentro del cami�n que transporta valores, descarga su rifle en el rijoso.
Le tira a los pies, pero tiene mala punter�a y le destroza el abdomen.


Dos muertos a causa de un claxonazo. �Viva M�xico Cabrones!


Tanto patriotismo, tanta valent�a, dejan a Laura sin su amor.
La posada se queda sin velas, pues �stas son prendidas alrededor de un cuerpo
que yace sobre un coche con la cara muerta mirando su copiloto, con una mano
sobre el volante y otra que intenta tomar con sus dedos un rostro, sin lograrlo.




IV



A ambos lados de la carretera ya se advierte toda la
festividad que encierra el d�a de muertos. A las orillas, alguna gente avanza a
pi�, rumbo a P�tzcuaro, o en direcci�n de alg�n pante�n en el cual se tengan
enterrados los difuntos. Unas mujeres marchan en fila, cargan dentro de sus
rebozos, como si fuesen ni�os perdidos, racimos de flor de cempas�chil. El
amarillo destello de las flores contrasta con sus ropas, que hoy no son tan
coloridas como siempre, pero tampoco son negras. S�lo quien ve en la muerte una
enemiga se viste de negro frente a ella. Hace viento. Las velas que un ni�o
lleva encendidas permanecen de esta manera, sosteniendo una flama de fuerza
inexplicable. Muchos de los que avanzan a orillas del camino parecen flotar, y
nadie se atreve a detenerse para revisar si son vivos o muertos. Esta noche la
poblaci�n crece con la visita de los que est�n de nuevo.


El follaje del campo se ve asaltado por lucecillas de fuego
que, ya solas, o aisladas, revelan que hay alguien con una pena por no olvidar,
o con una fiesta por recordar. Los grillos son el viol�n perfecto en este
concierto nocturno.


Jorge equivoca la entrada a P�tzcuaro y se ve obligado a
atravesar el pueblo. Pierde una hora en acomodarse cerca del muelle de donde
salen las lanchas en direcci�n de la isla de Janitzio. La gente carga flores,
velas, pan. Los muertos gustan de que les lleven aquello que en vida tanto
adoraban, para poder probarlo, al menos aquella noche, sinti�ndose de nuevo
vivos.


Muchos de los asistentes no comprenden el significado de la
muerte, para ellos es un atractivo tur�stico, la visi�n de ritos supersticiosos,
costumbres sorprendentemente primitivas que subsisten. Incluso cerca de los
muelles est�, absolutamente fuera de lugar, un mimo de esos que se hacen pasar
por estatuas y que s�lo articular�n un movimiento si les extiendes una moneda en
un sombrero que previamente tiran en el suelo.


En los muelles todo es comercio. Hace fr�o. Un fr�o que cala
hasta los huesos. La luna es, como siempre en esta noche, llena. Jorge y Laura
se esfuerzan por abrigar bien a Laurita, pues ya saben que una vez que suban a
la lancha har� un fr�o aun mayor al que ya sienten. Suben a una lancha que se
llama "Lupita" y se encaminan a la isla de Janitzio.



El lago de P�tzcuaro ya no es igual a lo que era antes. Hoy
es preferible verlo de noche, as�, el espejo de las aguas reflejar� vagamente el
cielo, mientras que ese horizonte acu�tico s�lo se ver� truncado por los lirios
que, en la penumbra, asemejan a la m�tica Medusa que nada al ras del agua, con
su cabellera de serpientes agit�ndose. De d�a, uno advierte que el lago se est�
secando, que no falta mucho para que ese lago ya no sea lago, que pronto ser� un
c�rculo enorme de fango, apestoso por tanto lirio que nunca es cortado, y m�s
aun por los estragos que la plaga humana ha dejado en sus aguas. De d�a,
advertir�as que no hay m�s peses de colores que las bolsas flotantes de papas
fritas, que eso que cre�ste era un pescado blanco era una toalla sanitaria,
advertir�s que el agua es color caf�, color lodo, que el fondo no se ver�
limpio. De d�a te dar�n tristeza todos aquellos ni�os que compran redes para
pescar, pues de inmediato vendr� a la mente la pregunta �Para qu� pescar�as en
esta agua cualquier cosa? �Realmente devorar�as el objeto de tu pesca?. Por eso,
es mejor venir de noche y ver el lago disfrazado de oscuridad. De noche todav�a
impone terror, de noche todav�a sientes ese canto silencioso que te llama a
morir ah�, de noche el humilde lanchero se convierte en Karonte, se convierte en
la efigie que habr� de transportarte desde el mundo de los vivos al mundo de los
muertos, de noche la lancha es una barca m�stica que te lleva al m�s all�.


Luego de un rato, divisas la sede del m�s all�. Es la isla de
Janitzio que tambi�n conviene verla de noche. De d�a es una isla sin mucha
gracia, ves casas que se parecen a cualquier casa, sin magia. De noche, su
reflejo sobre las aguas la hace ver m�s luminosa. La noche de muertos esta isla
resplandece como ninguna otra noche, es como la flama de una inmensa vela que
duerme bajo el lago. Lo que de d�a son calles estrechas, accidentadas,
callejones, la noche de muertos se convierten en partes encantadas de un
laberinto festivo compuesto de escaleras que conducen hacia ning�n sitio, casas
que son ajenas, veredas que conducen a la noche, atajos con destino a la vejez,
�reas de juego que vuelven ni�o a quien entra en ellas, mientras que de d�a la
escalera principal es una tortuosa subida repleta de comercios, la noche de
muertos se convierte en puertas dimensionales que conducen al coraz�n de las
tradiciones, los t�teres que cuelgan en los escaparates parecen moverse solos,
las m�scaras son espejos donde uno reconoce sus defectos y virtudes, las colchas
que ah� venden son partes de las naturalezas con las cuales uno se cubre de la
muerte y no del fr�o, los manteles bordados hacen de cualquier comida un
banquete mientras que las flautas que ah� venden transforman la voz al lenguaje
universal de los p�jaros. Las mujeres que te invitan a pasar a su mesa son como
madres silvestres que te dan en cada platillo su calor, si pudieras te sentar�as
en la mesa de todas ellas.


Jorge, Laura y Laurita llegan a la isla. Traen hambre pero no
quieren comer en las primeras cenadur�as, quieren ir a uno que ya conocen,
situado a la mitad de la subida a la cima de la isla, pues adem�s de que sirven
comida muy sabrosa tienen una vista que da al lago. Desde luego, durante el
camino van probando antojitos, primero unas gorditas de harina hechas con nata,
luego unos bu�uelos ba�ados en jarabe de piloncillo, luego un pu�ado de charales
con chile, y para Laurita s�lo con lim�n.


Una vez en la fonda piden como siempre, sendas �rdenes de
pescado blanco frito, mismo que llega muy r�pido, lo ba�an con lim�n, su sabor
es exquisito. Al igual que siempre, Jorge se pregunta si esos peces los sacan de
este lago, cosa que cree improbable, pero se calla la pregunta por temor a que
le contesten que as� es, pues no le agrada la idea de comer peces provenientes
de un lugar que le parece muy sucio. Las tortillas hechas con ma�z azul saben
deliciosas, mientras que el queso que le ponen a las quesadillas s�lo lo come
ah�. Los frijoles son negros, saben muy bien. Jorge toma un par de cervezas,
Laura s�lo una, y Laurita una agua de arroz.


La fonda, al igual que casi todas las fondas, tiene su propio
altar de muertos. Laura se siente conmovida por una mujer que est� tendida al
pi� del altar. Lleva trenzas que caen a la altura de sus pechos. Viste en color
blanco, y entre sus trenzas el bordado de flores hace una forma semejante al
umbral de una catedral. Frente a sus pechos ella sostiene una vela y aguarda.
Laura comprende que la mujer est� en el altar porque es viuda, y si algo de esta
tierra echa de menos su difunto esposo sin duda ser� el sabor de aquellos
labios. El bordado es en realidad una puerta enteramente abierta que invita al
esp�ritu del marido a volver a casa, y ella es esa casa, su interior est�
iluminado, la vela lo gu�a.



Los altares son muchos y muy variados, repletos de flores de
cempas�chil y claveles, con velas encendidas, panes, fruta, platillos m�s
elaborados como mole, pescado blanco frito, frijoles. En ellos hay retratos,
generalmente de santos, o v�rgenes, o el Cristo, en fin, de gente que en teor�a
no muere nunca, y muy aisladamente hay fotos de seres queridos, esposos, madres,
hijos peque�os. No se les ahuyenta, se les quiere aqu�.



Da la media noche. Es d�a de muertos. Surcan el cielo
multitud de fuegos artificiales que iluminan aun m�s la isla de Janitzio,
reflej�ndose maravillosamente en el espejo del lago, lugar en el que han de
extinguirse. Suena la m�sica, que los muertos no crean que la vida es mala
despu�s de su partida, eso les har� sentir mejor, que vean que hay fiesta, que
hay comida abundante, que hay danza, risa, que la vida sigue, que siempre
seguir�.



Jorge acepta de mala gana ir a ver las danzas. Sin embargo
van.





V




Cuando llegaron los tres al �rea de los bailables, esto en
una peque�a explanada, no hab�a m�sica, sino un sujeto que anunciaba, a trav�s
de una bocina y un amplificador, la presencia de aquello que �l llamaba,
"distinguidas autoridades". Era el alcalde de un municipio acompa�ado de otro
con el mismo cargo. La gente no se emocion� mucho, tal vez porque pensaban que
la fiesta era para los muertos y no para pol�ticos, que adem�s, morir�an justo
como toda la gente, sin distinci�n del puesto pol�tico que ocupan. La rechifla
se hizo general cuando el insulso de la bocina dedic� a �stos dos personajes la
danza que segu�a, que era la del ofrecimiento del pan.



Las muchachas comenzaron a bailar con sus atuendos blancos
con bordados hermosos. Las muchachas mismas eran bellas, con ojos grandes,
vivos, con su boca carnosa y su nariz un poco redonda. Ataviadas con collares de
flores irradiaban vitalidad concentrada. Las bailarinas hac�an su mejor esfuerzo
para que su danza estuviese perfecta, y por ello se mov�an llenas de gracia; sin
embargo, los dos pol�ticos parec�an m�s interesados en platicar entre ellos que
en admirar la danza. Jorge pens� que los dos eran unos hijos de puta por no
valorar este baile. En la antig�edad, pensaba, estas danzas de ofrecimiento de
pan, flores, vino, satisfac�an la sed de homenaje de los Dioses, y la iron�a era
que estos homenajes divinos, pan, flores y vino, no parecieran satisfacer ni
siquiera un poco a este par de cerdos.



"Demos un aplauso a nuestras distinguidas autoridades que se
tienen que retirar", dijo el de la bocina. La gente ahora s� aplaudi�. A
continuaci�n segu�a la Danza de los Viejitos.



La danza de los viejitos es una de las m�s populares en el
estado de Michoac�n. Los bailarines (aunque no siempre son hombres los
bailarines, el atuendo es de hombre) se hallaban vestidos con sus pantalones de
manta al estilo tarasco, con sus camisas de mismo material con algunos bordados
de gran colorido. Sus cabezas estaban cubiertas con un sombrero de paja del cual
penden listones de colores estridentes. Sus rostros estaban sustituidos por
m�scaras de madera que representan la cara de ancianos, caras de color rosa, con
bocas que muestran uno o dos dientes, dejando en claro que del resto est�n
desdentados, con cejas pobladas pero blancas, con ojillos de viejo que se r�e de
los a�os, de la vida, de la muerte, con amplias arrugas al extremo de sus ojos,
a veces con alguna verruga en la mejilla, o en las barbillas que com�nmente
est�n saltadas hacia delante. Sus manos, con las cuales sostienen un peque�o
bastoncillo, o bien los pies, enfundados en unos huaraches de corte pur�pecha,
son las �nicas pistas de que los danzantes son j�venes y no viejos, pues se
advierte que las manos y los pies son tersas y no arrugadas, por lo dem�s, el
baile consiste en m�ltiples saltitos y, desde luego, caminar encorvados y
asemejar lo m�s posible los movimientos de un anciano de noventa a�os o m�s.



Jorge se echa en hombros a Laurita, quien de otra manera no
ver� ni siquiera una parte del espect�culo. La multitud se agolpa alrededor de
los danzantes, es d�a de muertos y por ende hay mucha gente, no puede ni
andarse, y lo mismo sucede en las danzas, un remolino de gente rodea la pista y
hay que luchar si se quiere tener un peque�o lugar desde donde se pueda ver
bien. Laura de una u otra manera se separa de Jorge en pos de gozar de un mejor
�ngulo de visi�n.



Empieza la danza y los viejillos empiezan a saltar en formas
que parecen caprichosas pero no lo son. Brinco a brinco hacen ademanes que
revelan su vejez, tuercen sus cabezas con gran curiosidad, danzan doblegados por
un gran peso invisible que los hace jorobarse, cojean de cansancio luego de
tantos a�os, bailan en el filo del pasado y se r�en de �l. Todos los danzantes
bailan muy bien, pero Laura s�lo mira a uno. No puede dejar de verle. Lo ve como
si el danzante hiciera sus movimientos en c�mara lenta, a cada movimiento que
da, el viejo corta un tajo de m�sica, hasta que de pronto ya no parece
escucharse ninguna melod�a, reina s�lo el silencio entre Laura y el viejo, quien
parece mirarla fijamente, sonri�ndole luego de tantos a�os de vagar. A Laura las
arrugas de aquel viejo le parecen conmovedoras, mientras que el coraz�n de sus
ojos parecen compadecerse de su dolor. Salto a salto el viejo va inundando a
Laura de ternura, tal cual si fuese un flautista que al toque de sus notas le
arrancara a ella la voluntad y le hace rendirse. En medio del hechizo, Laura no
se ha dado cuenta que la danza ha terminado y sin embargo ella sigue con sus
ojos al viejo, quien avanza, cansado, ora un paso, ora otro, para luego voltear
hacia atr�s para asegurarse que ella viene detr�s, y cada vez que revira le
sonr�e con la m�s amable de las sonrisas. El viejo va dando de bastonazos en el
suelo inerte de Janitzio y ah� donde �l clava su bast�n van naciendo flores. El
perfume va embriagando el coraz�n de Laura, quien ya no es due�a de s� misma y
s�lo piensa en el momento en que pueda alcanzar a aquel viejecillo para poder
tenderle su brazo para que se apoye en ella y menguar as� esa fatiga que dobla
su espalda de manera tan dram�tica. Y as�, van avanzando por entre los
callejones. La gente empez� por no ver al viejo y sin embargo ahora est�n tan
unidos la joven y el viejo que ambos son ya invisibles. La vida transcurre al
margen de ellos, quienes parecen estar inmersos en un baile de esp�ritus, en un
baile de sombras, en un baile de flamas vueltas a encender.



El viejecillo bajito revira en una esquina oscura y
repentinamente Laura ya no le ve. Siente una soledad tan abrumadora que le
brotan l�grimas al instante. No hay ruido alguno, todo es noche. Apura el paso
para doblar la esquina y ver qu� ha sido de aquel abuelo interior, corre, llega
a la esquina, pira al otro lado. La ropa es la misma, el mismo pantal�n y la
misma camisa con los mismos bordados, es el mismo sombrero con los mismos
listones cayendo de su copa, incluso la mascara es la misma, a diferencia de que
de aquellos ojillos arrugados emana un brillo profundo que la seduce. El anciano
no est� encorvado, por el contrario, ha enderezado su espina dorsal y ha
adquirido un porte elegante, sus hombros que segundos antes imploraban un apoyo,
ahora se yerguen alzados como monta�as, ofreciendo un apoyo infinito. Est�
parado justo a la vuelta de la esquina, frente a Laura, quien est� a escasos
treinta cent�metros de �l, respirando su olor, que es una mezcla de flores e
incienso. El anciano es m�s alto que ella. Laura siente que est� frente a un
gigante, ante el esp�ritu de la longevidad.



El anciano extiende una de sus manos y toma a Laura del
tronco, gui�ndola hacia su cuerpo, hasta que los pechos de �sta le oprimen el
t�rax. El viejo eleva el rostro al cielo como si agradeciera la tibieza de
aquella carne, como si la hubiese esperado durante siglos. El anciano sacude la
cabeza de placer, y lo hace al ritmo de los latidos cada vez m�s intensos del
coraz�n de Laura, quien siente una emoci�n c�lida que llena sus manos de deseo.
Con estas manos comienza a tocar el cuerpo del viejo y siente que debajo de
aquellas prendas de manta se guarda un f�sico impresionante, unas piernas
fuertes que se coronan por un par de nalgas muy duras, mientras que el pecho es
tan plano que se siente en necesidad de pegar su oreja a aquel pecho para
escuchar los latidos del coraz�n que ah� habita, pero lo �nico que escucha es el
eco de sus propios latidos.



El viejo comienza a tocar el cuerpo de Laura con la
vehemencia que un viejo aprovechar�a el cuerpo de una colegiala. El cuerpo de
ella se excita al contacto de aquellos dedos. Hac�a mucho que no se sent�a
tocada tan profundamente. El viejo le levanta el su�ter, le quita el sost�n y le
acaricia los pechos con ansia, de ah� se va a la espalda, tocando un arpa en sus
costillas. No siente fr�o Laura, sino calor. El viejo le levanta la falda y de
un jal�n rompe a Laura la braga, y sujetando la prenda rota, la deposita debajo
del hongo de su sombrero, como si se tratara de un trofeo personal. Laura sigue
tocando aquel cuerpo y tienta sobre la blanca manta la presencia de un miembro
muy hinchado. Desata los cordeles del pantal�n tarasco y emerge una enorme pieza
cuya visi�n casi la hace sufrir un orgasmo. La toma en sus manos y la acaricia
con suavidad, sintiendo la forma, la tersura de la piel, percibiendo un latido
sostenido, el deseo de moverse y un inmenso ardor. Siguen parados. El gigante
toma a Laura de la cintura y con la otra mano le eleva una de sus piernas,
abri�ndola. Luego, con la mano que alz� la pierna, se las ingenia para sostener
con el antebrazo el peso de aquel hermoso muslo, para bajar m�s la mano y
colocar la punta de su pene justo en la entrada de su vulva, para luego jugar un
poco con los labios de aquel sexo, invitando e invit�ndose. Laura, erguida en un
solo pie y sujeta al cuerpo de �l con su otra pierna, comenz� a mover de un lado
a otro su cadera, pidiendo la penetraci�n completa. El viejo hizo un arillo con
sus dedos a lo ancho de su verga y, lentamente, comenz� a adentrarse en aquel
universo caliente que era el cuerpo de Laura, hasta que no la hubo penetrado
completamente comenz� a moverse en forma r�tmica y poderosa. Ya que Laura estaba
bien clavada en aquel aguij�n, fue innecesario que el viejo sujetara su pene con
la mano, as� que solt� su instrumento y tom� con la mano la nalga de Laura,
conduci�ndola de arriba abajo a su empalamiento, el cual fue cada vez m�s
vigoroso. Laura quer�a besar en la boca al viejo, pero en cuanto ella extendi�
la mano para quitarle la careta, �ste se lo impidi�, y por el contrario, la
volte� de cara a la pared y de espaldas a �l, y comenz� a penetrarla en esa
posici�n, con tanta furia que ella comenz� a gemir de manera primitiva. De
momento, la intensidad de las embestidas era tan intensa que fue necesario que
el viejo sujetara las caderas de Laura para no errar el camino. Ya que el ritmo
fue constante y el placer creciente, el anciano alz� sus manos para tocar
aquella parte de �sta mujer que m�s le importaba, su rostro. Con sus manos
recorri� cada m�sculo de aquella cara, y sin dejar de penetrar con fuerza
dibujaba en sus manos aquel rostro, para no olvidarlo nunca. Laura comenz� a
morder con suavidad aquellos dedos. El coraz�n le resultaba tan grande que no
pudo evitar llorar. El viejo sujet� de nueva cuenta las caderas y comenz� a
regarse dentro de ella.


Laura, con el rostro pegado al muro, vio caer a lado suyo la
m�scara de viejo. Sinti� c�mo el danzante besaba cada hueso de su columna. La
humedad no s�lo era de la saliva que regaba en sus besos, sino que tambi�n
lloraba. Al instante ya no sinti� m�s besos, ni m�s manos. Sinti� s�lo una
cercan�a.



- No puedes venir siempre.- Le dijo el danzante.


- Si a ti te dejan volver en esta noche yo ver� c�mo venir
hacia ti.


- No comprendes. Mientras deseo volver a tenerte no puedo
aprender a morir, y mientras m�s deseas mi vida, que es muerte, menos vives.
Recuerda que el r�o nunca avanza hacia atr�s, y s�lo cuando se estanca se
detiene, pero cuando se estanca se pudre irremediablemente.


- No soporto que no est�s. Cr�eme, intento vivir feliz, pero
no me resulta f�cil. �Alg�n d�a podr� besarte?


- No s� si te gustar�a.


- No me digas eso, vamos, b�same.


- Volt�ate y hazlo, desde aquella noche no puedo tomar ning�n
tipo de iniciativa.


Laura se volte� y tuvo frente a s� la presencia de L�zaro,
acerc� su boca para transmitirle su aliento, pero a cambio no obtuvo ninguno.
Ofreci� su perfume, pero a cambio no recibi� aroma alguno. Sus labios se
juntaron como antes, pero esta vez su lengua no fue capaz de libar nada. Ante
tales circunstancias opt� por s�lo dar y no pedir. Aquel beso fue extra�o. Pleno
pero extra�o. Las veces anteriores no hab�an llegado a tanto, hab�an hecho el
amor pero ella no le hab�a visto el rostro sin m�scara, ahora en cambio se
besaban, pero �l ten�a los ojos cerrados.


- M�rame... � Orden� ella.



L�zaro abri� sus ojos y en ellos no hab�a nada. Ambos
lloraron.


L�zaro le hizo prometer, como las veces anteriores, que no
volver�a.


Ella, al igual que las veces anteriores, se lo promete.



VI



Jorge la encontr� comi�ndose un bu�uelo.


- Siempre pasa esto. Venimos y te pierdes. Estaba muy
preocupado. Dame bu�uelito, anda. � Laura le dio un mordisco de bu�uelo y luego
le obsequi� un beso breve y tierno, tan tierno para darle seguridad a su
coraz�n, y tan breve para tomar nota de la tibieza de los labios de aquellos
labios. Jorge la abraz� con el brazo libre, pues con el otro cargaba a Laurita,
que hac�a un rato se hab�a dormido.


Tomaron el autom�vil y emprendieron el regreso. Jorge
ciertamente la amaba y era lo suficientemente ecu�nime para entender que hay
cosas contra las cuales no se puede luchar, pero su interior es fuerte y su
coraz�n paciente. Laurita dorm�a en el asiento de atr�s. Laura cay� dormida en
el sill�n del copiloto. Jorge extiende su brazo para quitarle el cabello del
rostro, ella por vez primera no se irrita al sentir una mano ajena en la cara.
La quiere mucho. Sin embargo lo intenta. Le hace prometer que el a�o entrante no
vendr�n a P�tzcuaro a la fiesta de muertos.



Ella se lo promete.


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Relato: D�a de muertos
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